La patagonia me mata: Una infancia libre de rejas

Lejos de ser el barrio cerrado de hoy, el Don Fernando supo ser un oasis de diversión para niños de ese y otros barrios años atrás.

Gelonch, San Luis, Córdoba y La Pampa. En ese cuadrante se ubica el barrio Don Fernando, uno de los tantos sectores tradicionales de Roca.


Desde fines del año pasado, el barrio está “cerrado” por un enrejado que llevó varios años de demora, pero que finalmente se concretó. En resumen, los vecinos buscan “resguardar su intimidad” y evitar también el paso frecuente de vecinos que utilizaban las calles internas para cortar camino.

El barrio cuenta con espacios verdes comunes ante la falta de patios, espacios que además rodean a un jardín de infantes. Y la intención del proyecto es también cuidar esos espacios y a los niños del jardín. Y se entiende, obvio.

Pero ocurre que este enrejado también le quita cierta identidad al barrio. Es que el Don Fernando también supo ser un oasis de diversión para quienes vivimos allí de niños, sin rejas, sin restricciones, sin tantas preocupaciones.

Cuando el espacio que da al ingreso del jardín aún no estaba tan rodeado de asfalto, bancos y demás, teníamos nuestra canchita de fútbol, con unos arcos improvisados con ramas oportunas. Pasábamos tardes y noches enteras jugando a la pelota, después del colegio y hasta que nuestras madres gritaran por la ventana para que volvamos a comer y bañarnos.


Habíamos construido una mini pista de bicicletas, con rampa incluida. Jugábamos a las escondidas con todo el barrio permitido, incluido el jardín (en ese entonces, las profesoras nos dejaban entrar a jugar al patio cuando no era recreo). Trepábamos a varios árboles. Jugábamos “clásicos” contra los barrios que nos rodeaban, sobre todo contra las 36 viviendas. Hacíamos una especie de roller hockey en el playón donde estacionaban los autos. A veces incluso escapábamos hasta el predio de la Universidad del Comahue a ver el torneo de fútbol.

Recuerdo a los demás niños. Lucio, Fer, Andy, Franquito, Juan, Martin, Emi, Mati, Juampi, Nicole. Recuerdo a Charly, que era más grande pero se sumaba cada tanto y nos contaba su pasión por el fútbol. Adrián, que era fanático de San Lorenzo y trataba de convencer a todos de hacerse del Ciclón. Recuerdo a Ángel y Blanca, dueños del quisco de la esquina, que nos regalaban chicles y nos proveían de bombuchas para las tardes de calor. Recuerdo las noches de mesas afuera en el barrio, alguna cena ocasional entre vecinos, las celebraciones de cierre de ciclo del jardín al aire libre.

Habrá sido la preocupación por los robos, quizás. Habrá sido la necesidad de reducir el paso frecuente de “extraños”. Habrá mil motivos que justifiquen el enrejado en el barrio, pero todos y cada uno de ellos chocan contra algo que transmitía el Don Fernando y era la sensación de libertad.

Era una experimentación constante, porque si bien era un barrio pequeño, nosotros también lo éramos y sentíamos que descubríamos nuevos territorios cada vez que salíamos a jugar.


Quienes fuimos niños y crecimos en el Don Fernando, y lo puedo asegurar porque sigo en contacto con muchos de los chicos de aquella época, disfrutamos cada minuto en el barrio. Lo hicimos propio, lo sentimos nuestro.

Hace algunos meses tuve la oportunidad de volver, e incluso estuve cerca de retornar a vivir allí. Y la sensación fue distinta. Mucho más gris, mucho más cerrado. Más impersonal. Un barrio moderno, distinto. No deja de ser un lugar hermoso, y se siente esa vibra familiar, pero con menos espacios verdes y más cemento; y sobre todo con rejas, ya no es el lugar de siempre.

La evolución es inevitable. Los cambios suceden. No es mejor ni peor, es distinto. Y en este contexto, elijo recordar aquel oasis.


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