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Los dibujos de Mutchinick: un mismo estilo para preservar más de 100 edificios históricos

Este 2024 hubiera cumplido 86 años, pero su legado en Roca sigue intacto, el de las raíces locales, recordando a una ciudad que nos habla de otro tiempo.

Sin formación al respecto y sin que alguien lo estimulara previamente, Héctor empezó un día a entretenerse con lápiz y papel, en el mostrador del corralón que manejaba, en la esquina de calles Maipú y 9 de Julio. La ciudad desde el aire, como en tomas aéreas, fueron sus primeros trazos relacionados con General Roca, como quien sobrevuela las cuadras y plasma lo que ve en una hoja. Pero luego la curiosidad lo llevó a ir en persona hasta los edificios que le gustaban, que le movían la nostalgia adentro, para empezar a delinearlos y para que los cambios del progreso no los borraran del todo. Ese fue el legado de Mutchinick, encuadrar en sus detalles y en sus marcos artesanales lustrados con betún, pedazos de memoria e identidad local, hecha de ladrillos.

Definidos por él mismo como “dibujos documentales”, los trabajos de este nacido en 9 de Julio, provincia de Buenos Aires, comenzaron a crecer en volumen y en reconocimiento cuando comenzó a regalarlos a los referentes de las tiendas e instituciones que elegía para ilustrar: la Estación de tren, el Colegio Nacional, la Intendencia de Riego, la librería “Delgado” (Tucumán y Sarmiento), el Café 43, El Viejo Molino y muchas más. Así, sin ambición, dijo su hija Juliana, en diálogo con RÍO NEGRO.

De hecho, lo avergonzaba un poco cuando empezaron a pedírselos para una exposición. Pero siguió practicando y su estilo se volvió una marca registrada de la imagen local, que se reprodujo en tarjetas, almanaques y hasta bolsas de comercios. Hoy, los originales descansan en las paredes de muchos de los homenajeados y los que no regaló, están bajo resguardo en la intimidad del hogar de su compañera amada, Ana Bajar.

Formal para las entrevistas y las fotos, en realidad «tenía un sentido del humor espléndido», contó Juliana.

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Dedicado a este oficio, Héctor contó en alguna entrevista allá por los ‘90, que la observación era el primer paso de la obra, para “grabar en su mente” lo que veía, sumado a algunos apuntes sobre la importancia del lugar. El perfeccionamiento llegaba más tarde, lapicera Rotring de por medio, sobre su mesa de trabajo, donde “empezaba y terminaba” sus obras, aunque fuera de madrugada. Muchos vecinos aportaron además datos sobre el sitio elegido, para enriquecerlo aún más y darle sentido, además de recomendarle aquellos que Héctor no conocía.

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Incluía también los graffitis «porque algunos son interesantes y esa es la manera de que estén presentes en mi trabajo», dijo.

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Así era calle Tucumán al 700.

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Recuerdo de la Escuela Laboral N° 2.

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El trabajo de Mutchinick se convirtió en un “acto comunicativo imprescindible”, opinó Juan Carlos Bergonzi, profesor e investigador universitario que escribió y publicó en este medio sobre el artista. “Miraba la ciudad de Roca con la ternura de aquel niño inmigrante y con la profundidad del adulto que registraba con una visualidad superlativa”, agregó, por eso su capacidad para “provocar una sana nostalgia, movilizando recuerdos y maravillando con sus composiciones”.

Siguiendo la charla, inevitable preguntar quién era Héctor puertas adentro. La respuesta Juliana la compartió generosa, porque le enorgullece reafirmar quién fue su padre y el de sus hermanos Daniel, Gustavo y Oscar: era el “compinche” presente, el que vivía haciendo chistes, el de los papelitos dedicados al estilo “Cuidáte, te quiere, papá” que aparecían de sorpresa y el de los paseos en auto para juntar piedras en Paso Córdoba, “hasta que fuera la hora de abrir el corralón”. El que la pasó mal económicamente y apoyó a su esposa para que ella trabajara como abogada, el que llegó a donar materiales del corralón a quienes le pidieron ayuda. En la comunidad, también aportó a consolidar el área de natación del Club del Progreso, por eso la pileta lleva su nombre.

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Junto a su amada Ana y sus hijos Gustavo, Daniel, Oscar y Juliana.

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“En sus últimos años estaba como melancólico y los dibujos eran su catarsis”, contó Juliana. Hasta que una noche de 1994, en el trayecto en coche hacia el Museo Vintter, una afección cardíaca hizo que Mutchinick cerrara sus ojos claros por última vez. Respetando su fe, sus restos descansan en el Cementerio Israelita de Roca, junto a esos seres queridos que tanto extrañaba.

Y en su lápida, como no podía ser de otra manera, grabaron la reseña que él mismo escribió, pensando en sus amores y en sus cuadros: “Caminando estas calles se esfumó mi niñez. Mi juventud gritó en ella su alegría y su pena. En una de esas casas nacieron mis hijos y están mis amigos. Bajo uno de esos techos se fueron un día mis padres. Entre una de estas paredes yo una vez te dejaré y estos dibujos serán testimonio de mi paso. Esa era su esencia”, había anticipado.

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