La tentación del facilismo


Hay una cultura política argentina que se basa en la nostalgia por épocas en que, merced a una coyuntura internacional favorable, el país pudo prosperar conforme a las pautas vigentes.


Lo mismo que Mauricio Macri antes de dar comienzo a su gestión, Alberto Fernández se cree plenamente capaz de manejar la economía nacional con éxito. Aunque sus presuntos voceros nos han ido advirtiendo que, debido a las barbaridades perpetradas por su antecesor, la recuperación que prevén no será inmediata, confía en que, luego de algunos meses difíciles, todo mejorará.

Puede que tenga razón, pero así y todo es de esperar que en los primeros días de su gestión Alberto no se deje llevar por el optimismo excesivo; los fracasos más dolorosos de las décadas últimas se debieron en buena medida a la propensión de los nuevos mandatarios a subestimar la gravedad de los problemas que se proponían solucionar.

A pesar de todo lo ocurrido, el grueso de la clase dirigente se aferra con tenacidad al mito del país rico por antonomasia

Si bien quienes participan de la actividad política suelen interpretar la historia económica del país “según el color del cristal con que se mira”, como en los versos célebres de Ramón de Campoamor, la mayoría se ha acostumbrado a exagerar groseramente la magnitud de los recursos disponibles. A pesar de todo lo ocurrido, el grueso de la clase dirigente se aferra con tenacidad al mito del país rico por antonomasia, de ahí el facilismo instintivo de tantos.

Mientras que los macristas suponían que medidas “ortodoxas”, suavizadas con subsidios para los más vulnerables, bastarían para que el país atrajera a un sinfín de inversores extranjeros deseosos de aprovechar una oportunidad para enriquecerse, entre los vinculados con el nuevo oficialismo abundan los que apuestan a esquemas “heterodoxos” del tipo que han fracasado una y otra vez. Algunos quieren que la maquinita fabrique dinero para que los consumidores vuelvan a los supermercados; puesto que la tasa de inflación ya supera el cincuenta por ciento anual, intentarlo plantearía muchos riesgos.

No solo los partidarios de Alberto y Cristina, sino también muchos otros – radicales, empresarios, progresistas sueltos- insisten en que la gestión económica de Macri fue un auténtico desastre. Les parece suficiente aludir a los números que, por cierto, son pésimos, pero acaso convendría que nos dijeran con precisión lo que en su opinión fueron los errores más destructivos del mandatario saliente y lo que a su juicio debió -mejor dicho, pudo-, haber hecho para ahorrarnos las consecuencias.

¿Negarse a hacer subir las tarifas del gas, luz y otros insumos energéticos? ¿Reducir el gasto en asistencia social? ¿Mantener el cepo? ¿Exprimir más al campo? Por desgracia, no hubo alternativas claramente superiores a las elegidas, ¿hubiera sido inteligente de su parte comenzar con un ajuste brutal en vez de probar suerte con el “gradualismo”? ¿A los macristas les hubiera sido posible asegurar la gobernabilidad sin el dinero prestado por acreedores extranjeros, entre ellos, el FMI? Tales preguntas no son meramente retóricas.

Puede que, sin dejarlo trascender, Alberto y quienes lo rodean hayan hecho una lectura realista del estado actual de la economía y de lo que tendrían que hacer para que la Argentina emulara a los muchos países que han logrado combinar el crecimiento con la estabilidad financiera, pero es legítimo dudarlo.

Como los macristas, son productos de una cultura política que se basa en la nostalgia por épocas en que, merced a una coyuntura internacional favorable, el país pudo prosperar conforme a las pautas vigentes.

Por un rato, cuando Néstor Kirchner estaba en la Casa Rosada, pareció que China desempeñaría un papel equiparable a aquel de Gran Bretaña antes de la Primera Guerra Mundial, pero el boom de la soja duró poco. Al caer los precios de los bienes exportados, se repitió lo que ocurrió después de perder importancia el rol del país como “el granero del mundo” que le había asegurado un ingreso envidiable. Como sucedió en aquel entonces, se resistió a adaptarse a las nuevas circunstancias que, por desgracia, resultaron ser muy exigentes.

Seguirán siéndolo. Además de procurar frenar la inflación, estimular el consumo, crear más puestos de trabajo y así por el estilo, el nuevo gobierno tendrá que optar entre administrar la pobreza multitudinaria, tarea ésta que saben hacer los peronistas, y combatirla, lo que entrañaría la conversión de millones de personas apenas alfabetizadas en trabajadores productivos.

Es lo que se ha hecho en algunos países como China, Corea del Sur y, hasta cierto punto, Alemania, de tradiciones culturales que no son tan distintas de las que hasta medio siglo atrás eran influyentes aquí, pero que últimamente se han debilitado mucho. A menos que se reaviven en los meses próximos, el futuro de la Argentina será penoso, y sorprendería que lo hecho por el gobierno que está por comenzar su gestión resultara ser menos deprimente que el de aquel que está a punto de terminar la suya.


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