Las vacaciones más largas

Tienen razón los docentes que se han declarado en huelga por tiempo indeterminado: si aceptaran un aumento inferior al 35% que están reclamando, se reduciría su poder adquisitivo y, desde luego, se desprestigiarían los sindicalistas del sector, de ahí su intransigencia. También tienen razón aquellos gobernadores provinciales, encabezados por el bonaerense Daniel Scioli, que se les oponen por no contar con el dinero suficiente en las arcas propias y porque temen que, aun cuando el gobierno nacional los ayudara enviándoles fondos adecuados, si ceden ante los docentes otros gremios estatales pedirían más. Por lo demás, puesto que la economía ya ha dejado de crecer y todo hace pensar que ha entrado en una etapa de estanflación de la que no le será del todo fácil salir, hasta nuevo aviso no habrá forma de alcanzar una solución que sea mutuamente satisfactoria. Si los sindicatos logran imponer su punto de vista, el impacto económico y político sería negativo. Si se resignan a aceptar la oferta gubernamental, sólo sería cuestión de una tregua pasajera, ya que a esta altura los líderes no podrán darse el lujo de adoptar una postura menos combativa. En otras palabras, no hay salida del impasse en que todos se han metido. Así las cosas, es de prever que, en muchos distritos, el año lectivo que supuestamente ya ha comenzado resulte ser aún más agitado que los anteriores. ¿Y la educación pública? Parecería que, para los protagonistas de estos conflictos que ya son habituales, es lo de menos, que en verdad importa muy poco a los sindicalistas y a los dirigentes políticos que todos los años miden fuerzas sin preocuparse por los perjuicios que ocasionan a millones de jóvenes. Además de las muchas horas de clase que pierden, desconfiarán de docentes que anteponen la militancia sindical a lo que es de suponer es su vocación. No se trata de un detalle menor: a menos que un docente merezca el respeto de los alumnos, carecerá de la autoridad moral necesaria para convencerlos de que se deben a sí mismos esforzarse por aprender. Aunque en buena lógica la crisis educativa debería encabezar la lista de prioridades nacionales, tal y como están las cosas no existen motivos para suponer que esté por revertirse la decadencia de un sistema que hasta hace relativamente poco motivaba la envidia de los países vecinos pero que, a juzgar por los resultados de pruebas internacionales comparativas, ya se encuentra entre los peores del mundo occidental. Sin embargo, si los jóvenes –conscientes de que los “trabajadores de la educación” podrían abandonarlos a su suerte en cualquier momento porque prestan más atención a las órdenes de dirigentes sindicales que a las necesidades de sus alumnos– se resisten a aprender, al país le aguardará un futuro que a lo mejor sea mediocre pero que podría resultar ser trágico. Virtualmente todos dicen entender que, en un mundo cada vez más competitivo, el estándar de vida de las distintas sociedades dependerá directamente del nivel educativo promedio de la población, razón por la que es necesario privilegiar la educación, pero escasean los dispuestos a actuar en consecuencia. No se trata sólo de dinero –conforme a las estadísticas disponibles, se invierte el 6,47% del producto bruto en educación–, sino también de la voluntad de los docentes, padres, alumnos y otros de tomar realmente en serio el desafío planteado por el atraso cultural, por decirlo así, de buena parte de la población. Lo mismo que tantos políticos, los sindicalistas docentes quisieran que la Argentina fuera un país más igualitario, pero parecería que el consenso en tal sentido no sirve para mucho, ya que, lejos de aprovecharlo para impulsar reformas fundamentales para que el país se dote de un sistema educativo equiparable con los de Finlandia o Corea del Sur, subordinan todo a sus intereses políticos o gremiales inmediatos. Las consecuencias de tanta miopía deberían serles evidentes. Sería difícil concebir una forma mejor de ampliar las diferencias sociales y económicas que permitir que miles de colegios públicos queden cerrados semanas enteras, enseñándoles así a los jóvenes que la educación tendrá que postergarse hasta que los políticos y sindicalistas hayan llegado a un acuerdo, uno que, al precipitarse el país nuevamente en una crisis socioeconómica grave, parece destinado a demorarse hasta los meses iniciales del 2016.

Fundado el 1º de mayo de 1912 por Fernando Emilio Rajneri Registro de la Propiedad Intelectual Nº 5.124.965 Director: Julio Rajneri Codirectora: Nélida Rajneri de Gamba Vicedirector: Aleardo F. Laría Rajneri Editor responsable: Ítalo Pisani Es una publicación propiedad de Editorial Río Negro SA – Viernes 21 de marzo de 2014


Tienen razón los docentes que se han declarado en huelga por tiempo indeterminado: si aceptaran un aumento inferior al 35% que están reclamando, se reduciría su poder adquisitivo y, desde luego, se desprestigiarían los sindicalistas del sector, de ahí su intransigencia. También tienen razón aquellos gobernadores provinciales, encabezados por el bonaerense Daniel Scioli, que se les oponen por no contar con el dinero suficiente en las arcas propias y porque temen que, aun cuando el gobierno nacional los ayudara enviándoles fondos adecuados, si ceden ante los docentes otros gremios estatales pedirían más. Por lo demás, puesto que la economía ya ha dejado de crecer y todo hace pensar que ha entrado en una etapa de estanflación de la que no le será del todo fácil salir, hasta nuevo aviso no habrá forma de alcanzar una solución que sea mutuamente satisfactoria. Si los sindicatos logran imponer su punto de vista, el impacto económico y político sería negativo. Si se resignan a aceptar la oferta gubernamental, sólo sería cuestión de una tregua pasajera, ya que a esta altura los líderes no podrán darse el lujo de adoptar una postura menos combativa. En otras palabras, no hay salida del impasse en que todos se han metido. Así las cosas, es de prever que, en muchos distritos, el año lectivo que supuestamente ya ha comenzado resulte ser aún más agitado que los anteriores. ¿Y la educación pública? Parecería que, para los protagonistas de estos conflictos que ya son habituales, es lo de menos, que en verdad importa muy poco a los sindicalistas y a los dirigentes políticos que todos los años miden fuerzas sin preocuparse por los perjuicios que ocasionan a millones de jóvenes. Además de las muchas horas de clase que pierden, desconfiarán de docentes que anteponen la militancia sindical a lo que es de suponer es su vocación. No se trata de un detalle menor: a menos que un docente merezca el respeto de los alumnos, carecerá de la autoridad moral necesaria para convencerlos de que se deben a sí mismos esforzarse por aprender. Aunque en buena lógica la crisis educativa debería encabezar la lista de prioridades nacionales, tal y como están las cosas no existen motivos para suponer que esté por revertirse la decadencia de un sistema que hasta hace relativamente poco motivaba la envidia de los países vecinos pero que, a juzgar por los resultados de pruebas internacionales comparativas, ya se encuentra entre los peores del mundo occidental. Sin embargo, si los jóvenes –conscientes de que los “trabajadores de la educación” podrían abandonarlos a su suerte en cualquier momento porque prestan más atención a las órdenes de dirigentes sindicales que a las necesidades de sus alumnos– se resisten a aprender, al país le aguardará un futuro que a lo mejor sea mediocre pero que podría resultar ser trágico. Virtualmente todos dicen entender que, en un mundo cada vez más competitivo, el estándar de vida de las distintas sociedades dependerá directamente del nivel educativo promedio de la población, razón por la que es necesario privilegiar la educación, pero escasean los dispuestos a actuar en consecuencia. No se trata sólo de dinero –conforme a las estadísticas disponibles, se invierte el 6,47% del producto bruto en educación–, sino también de la voluntad de los docentes, padres, alumnos y otros de tomar realmente en serio el desafío planteado por el atraso cultural, por decirlo así, de buena parte de la población. Lo mismo que tantos políticos, los sindicalistas docentes quisieran que la Argentina fuera un país más igualitario, pero parecería que el consenso en tal sentido no sirve para mucho, ya que, lejos de aprovecharlo para impulsar reformas fundamentales para que el país se dote de un sistema educativo equiparable con los de Finlandia o Corea del Sur, subordinan todo a sus intereses políticos o gremiales inmediatos. Las consecuencias de tanta miopía deberían serles evidentes. Sería difícil concebir una forma mejor de ampliar las diferencias sociales y económicas que permitir que miles de colegios públicos queden cerrados semanas enteras, enseñándoles así a los jóvenes que la educación tendrá que postergarse hasta que los políticos y sindicalistas hayan llegado a un acuerdo, uno que, al precipitarse el país nuevamente en una crisis socioeconómica grave, parece destinado a demorarse hasta los meses iniciales del 2016.

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