Adelanto de noviembre: el nuevo libro de Eduardo Sacheri, «Qué quedará de nosotros»
En este nuevo y conmovedor relato, Eduardo Sacheri avanza un paso más allá de la mirada panorámica sobre la sociedad argentina que desplegó en su anterior novela sobre Malvinas, Demasiado lejos, para poner el foco en el escenario bélico y sus protagonistas.
En abril de 1982, ante la recuperación de las Malvinas por parte de las Fuerzas Armadas argentinas, tres soldados conscriptos clase ’62 son reincorporados a filas y enviados a las islas. Llenos de expectativa, de curiosidad, de sed de aventura, Carlitos, Antonio y el Conejo se internan en ese territorio desconocido que se irá tornando cada vez más inhóspito a medida que las lejanas tratativas diplomáticas fracasen y se desencadene la guerra con los británicos.
Se enfrentarán entonces a las privaciones, el frío, el miedo, y esa soledad que sólo podrá ser paliada a duras penas por la fuerza de su amistad. Y conocerán, junto a sus compañeros y sus jefes, la amplia gama de sentimientos y actitudes —la nobleza, el egoísmo, la valentía, la estupidez— nacidos en la situación límite que la guerra impone a los seres humanos. En este nuevo y conmovedor relato, Eduardo Sacheri avanza un paso más allá de la mirada panorámica sobre la sociedad argentina que desplegó en su anterior novela sobre Malvinas, Demasiado lejos, para poner el foco en el escenario bélico y sus protagonistas: los militares de todas las jerarquías y variada conducta, y estos tres jóvenes que, apenas salidos de la adolescencia, se enfrentan a lo que les ha tocado con los recursos propios de una edad en la que se tiene toda la vida —y la muerte— por delante.

Este es un adelanto del nuevo libro, editado por Alfaguara:
1
Carlitos está convencido de que las personas se dividen en dos clases: por un lado están las que se despiertan con mucha anticipación, desayunan con parsimonia, se visten con lentitud y van al baño como si tuvieran todo el tiempo del mundo, y por el otro lado existen las inteligentes, como el propio Carlitos, que ponen el despertador cinco minutos antes de tener que salir de casa y aprovechan para dormir todo lo posible. Porque es así. Cinco minutos son suficientes: un minuto para lavarse la cara y despabilarse, otro para tomar un vaso de leche fría junto a la mesada de la cocina, dos para ir al baño y lavarse los dientes y uno más para vestirse, agarrar las llaves y mandarse a mudar. Cinco minutos. Suficiente. Lástima que el resto de su familia pertenece a la otra clase de gente. Porque claro, los amantes del despertar vertiginoso necesitan un alto poder de concentración en las tareas y una exquisita sincronización de los movimientos. Tardás cinco minutos siempre y cuando las boludas de tus hermanas no hayan tomado el baño por asalto, y tu viejo no se empeñe en hacerte un resumen de quince minutos sobre lo que tenés que hacer en la inmobiliaria hasta que él llegue a eso de las nueve, o tu vieja no decida ocupar toda la mesada con las cosas del desayuno pantagruélico que van a zamparse a lo largo de tres cuartos de hora.
No importa: si uno se topa con un embotellamiento en alguna de las estaciones de su raid, pues se saltea la estación. Nadie se muere por ir a trabajar sin tomarse el vaso de leche o sin peinarse como Dios manda.
Como contrapartida, hay pocas cosas que a Carlitos lo pongan de tan mal humor como que lo despierten antes de su hora. Si ha puesto el despertador a las 7.55 es porque quiere despertarse a las 7.55 y salir de su casa a las 8.00 en punto. Y si va alguien y lo despierta a las 7.50, arde Troya. ¿Quién le devuelve a él esos cinco minutos? Nadie. Nadie se los devuelve. Su familia, en general, conoce el tamaño de su ira, y procura atenuar el sonido de ese trajín mañanero en el que malgastan horas que podrían ser de dulces sueños. Evitan los gritos, evitan los portazos, evitan hacer mucho ruido con sus pisadas de ida y vuelta por el pasillo.
¿Y entonces? ¿Entonces qué carajo está pasando hoy? Carlitos enciende el velador de la mesa de luz. No son ni las siete de la mañana. Ni las siete, me cacho. Y ahí afuera andan a los gritos pelados. Su vieja anda pegando alaridos y sus hermanas otro tanto. Las siete de la mañana. Ni un minuto más. Así que las mujeres de su familia han decidido robarle cincuenta y cinco minutos de plácido descanso.
Indignado, Carlitos se incorpora en la cama, se levanta, se calza unos jeans, se tambalea hacia la puerta de su habitación (el despertar abrupto te perjudica el equilibrio, lo sabe todo el mundo) y la abre de un manotazo. El cuarto de sus hermanas está abierto —eso es normal, porque se levantan temprano para ir al colegio—, su madre está de pie en esa pieza —eso también es normal, porque las idiotas no escuchan el despertador y necesitan que su madre las despierte— y la luz está encendida —normal también, porque las señoritas se quedan remoloneando si su madre las deja en la penumbra—. Lo que no es normal es lo que están haciendo las tres: miran la radio portátil que su madre tiene entre las manos como si fuera un objeto sagrado ofrecido a la contemplación de la feligresía. Y lo que es menos normal todavía es lo que hace su madre a continuación. Se vuelve hacia él con expresión de asombro y vocifera:
—¡Las Malvinas, Carlitos! ¡Tomamos las Malvinas!
2
—Alta en el cielo, un águila guerrera, audaz se eleeeeva, en vueelo triunfal…
Todos los días el Conejo hace ese mismo chiste pésimo, piensa Antonio. El Conejo es el encargado de levantar la persiana metálica. Y siempre, indefectiblemente, se pone a cantar Aurora, como si estuviese en el regimiento izando la bandera y no en el taller mecánico subiendo la cortina de enrollar. Antonio no sabe qué suena peor: si el chirrido de la cadena sobre la polea dentada o el graznido del Conejo destrozando la canción patria. Antonio sigue con lo suyo: soltar chorros de agua aquí y allá con la regadera, para asentar el polvo del piso de cemento antes de ponerse a barrer con la escoba.
—Es la bannnndera de la patria mía, del Sol nacida, que me ha dado Dios…
Cuando se acerca el final de la canción, la cosa empeora. Una mezcla de falta de oído musical y notas agudas en la que nada puede salir bien. Antonio empieza a barrer, usando la escoba bien pegada al piso para no levantar polvareda. El Conejo termina de levantar la persiana y anuda la cadena en el gancho de la pared. Se escucha cómo Hugo, el padre del Conejo, trajina en la cocinita con la pava y con el mate.
La verdad, Antonio no puede quejarse. Las cosas están saliendo bien. Más que bien. ¿Dónde estaba él hace un año? Bueno, hace estrictamente un año ya estaba haciendo el servicio militar, y ya se había hecho amigo del Conejo y de Carlitos. ¿Pero hace un año y medio? Recién llegado desde Clodomira, perdido como no sé qué, amontonado con su tío Rudecindo en la pieza de la pensión y sin tener idea de qué carajo hacer con su vida.
Su tío le decía que la colimba le iba a venir bien, y había tenido razón. Por mucho que el Conejo y Carlitos se la pasaron quejándose. Ahora que lo dieron de baja las cosas están mejor todavía. El sueldo que cobra no es la gran cosa, pero Antonio no se queja. Vive en el taller, sin pagar nada. Al mediodía comen todos juntos y Hugo se hace cargo de la cuenta. Y, encima, de a poco aprende un oficio. El padre del Conejo es medio metido para adentro y suele tener una cara que se la patea, pero a Antonio no le molesta. Tampoco él es tan distinto. Y para enseñarle el tipo es bastante bueno. Le tiene paciencia. Y Antonio la necesita, porque hasta hace poco, hasta que entró a trabajar, de autos y de motores de autos no tenía la menor idea. ¿Qué iba a saber? En Clodomira casi no hay autos. Pasan, nomás, por la ruta 21, pero siempre siguen de largo. Así que si uno está dispuesto a aprender, ese taller es el mejor de los lugares.
El padre del Conejo echa un vistazo alrededor. La típica revista matutina. También por eso le está agradecido al servicio militar. Allá en su pueblo Antonio era bastante desbolado con las cosas, con la ropa, con la limpieza. En la colimba aprendió a ser mucho más prolijo. Ya no se trata de aprobar la revista del sargento Bustamante, sino la del papá del Conejo. Pero hay que hacer lo mismo. Tener todo ordenado y que te vean trabajando. Con eso alcanza y sobra.
Esta mañana hay muchos bocinazos en la calle. A veces sucede eso. La avenida es ruidosa. Se juntan autos en el semáforo de la esquina y alguno se impacienta y empieza a tocar. Pero hoy es diferente. A cada rato arranca un coche a tocar la bocina, pero lo hace como un cantito: ta, tatatata, ta, ta. Y después otro le contesta, y así. Luego el semáforo se pone en verde y se van, y regresan los ruidos de siempre de la calle. Pero al ratito vuelve a pasar lo mismo.
Antonio termina de barrer y se dispone a guardar las cosas en el roperito de la limpieza pero, de repente, se topa con una aparición que casi le paraliza el corazón. Ahí, en la vereda del taller, mirándolos y sonriendo, está Magalí, la hermana del Conejo. Antonio traga saliva.
—¿Qué hacés acá, nena? —le pregunta el Conejo cuando la ve en la puerta.
Magalí, para variar, está preciosa. ¿Cómo hace esa chica para ser así de linda a todas horas? Que no se le note, por Dios. Que no se le note lo embobado que está con esa mina. Para peor Magalí se lo queda mirando a él, a Antonio, como si el Conejo fuera un florero. Lo hace para ponerlo nervioso. La guacha disfruta de verlo nervioso a él.
—Te pregunté algo, pavota —vuelve a preguntar el Conejo.
La chica, divertida, se gira hacia su hermano y le retruca:
—Más pavote serás vos.
—¿Qué pasa, Magalí? —pregunta el padre de ambos, viniendo desde el fondo del taller.
—Ustedes no se enteraron de nada, ¿no? —Magalí sigue mirándolos, divertidísima.
Antonio ve, detrás de ella, que los autos del semáforo se ponen de nuevo a tocar bocina. Y, sí, la verdad que es extraño.
—¿No les llamó la atención? —Magalí lo mira a él pero les pregunta a los tres, señalando hacia el batifondo de los autos.
—Ah, sí, me pareció raro… —contesta Antonio.
Magalí niega con la cabeza, divertida, y grita alzando los brazos y dando saltitos:
—¡Recuperamos las Malvinas! ¡Eso es lo que pasa! ¡Las Malvinas!
3
El teniente primero Horacio Quinteros no tiene una opinión demasiado buena de sí mismo. Siempre se ha sentido un poco torpe, bastante indeciso, demasiado estructurado. Con frecuencia tiene la sensación de que las otras personas comprenden más rápido lo que pasa a su alrededor. Como si él necesitase más tiempo que los demás para entender dónde está y lo que tiene que hacer. ¿Está en lo cierto, o es demasiado duro para juzgarse? Responderse esa pregunta también le genera dudas.
Ahí está otra vez esa sensación desagradable de no estar a la altura. Y menos con la profesión que ha elegido. Ser oficial del Ejército no le parece compatible con eso de la torpeza y de la indecisión. En su trabajo hay hombres que dependen de él. Que dependen de que sepa qué hacer, cómo hacerlo, cuándo hacerlo. ¿Y entonces? ¿Cómo se combina esa responsabilidad para con sus soldados con esos defectos que arrastra desde que era chico? No se combinan. Ahí está el problema.
A menudo se siente un impostor que todavía no ha sido descubierto. La suya fue una vocación tardía, producto de un equívoco que lo sigue confundiendo.
Cuando terminó la escuela secundaria no tenía la menor idea de qué hacer con su vida y… No, momentito: cuando terminó la escuela en realidad no la terminó, como diría su padre. En quinto año se llevó siete materias a diciembre, y de esas siete le quedaron cuatro a marzo, y de las cuatro le quedaron dos que le impidieron rendir el examen de la universidad. Su viejo se agarró una bronca legendaria, pero para Quinteros fue un alivio, porque si alguien le preguntaba qué quería estudiar, lo cierto es que no tenía la menor idea. Consiguió un trabajo de cadete en un banco y pensó que tenía tiempo de sobra para rendir las previas y elegir una carrera. Lo de las previas le llevó todo ese año. Se decantó por estudiar abogacía porque le pareció la que menos le disgustaba, pero tampoco estaba seguro. Por no estar seguro, no estaba seguro de nada. Y cuando se quiso acordar no tenía sentido rendir el examen de ingreso porque le tocaba hacer la colimba.
Y resultó que, contra todo pronóstico, el joven Quinteros sintió que había encontrado su lugar en el mundo. Descubrió que ese universo de mandos y obediencias, de horarios estrictos, de pautas claras y de objetivos concretos se le daba bien y, sobre todo, lo complacía. Nunca se había destacado ni en el estudio ni en el deporte ni en nada. Pero la vida militar, con su estructura, su rigidez, su previsibilidad, era un descanso para esos temores y esos titubeos que lo habían acompañado desde chico. Terminó el servicio militar como soldado dragoneante, y el teniente de su compañía, al momento de comunicarle que se iba de baja, se lo sugirió con firmeza: «¿Por qué no entra al Colegio Militar, Quinteros?».
Así que Quinteros se sentó otra vez con su padre y le dijo que iba a hacer la carrera de oficial del Ejército. Su padre recibió la novedad con escepticismo: iba a tener que estudiar mucho, sacrificarse, madurar. «Veremos», concluyó. Quinteros no dijo nada, aunque pensó: «¿Veremos? De acuerdo: veamos». En los cuatro años siguientes, tal como le había anticipado su padre, estudió mucho, se sacrificó mucho y maduró bastante. Cuando egresó como subteniente sentía que había hallado el sitio en el que encajaba. La disciplina, el orden, la puntualidad eran cosas que le venían como anillo al dedo.
No obstante, seguía teniendo clavada la espina de la incertidumbre, porque dudaba mucho a la hora de mandar. Ahora era él el oficial que, de buenas a primeras, tenía a su cargo a un conjunto de suboficiales y soldados rasos. Quinteros dedicó muchas noches de insomnio a torturarse con la idea de que todos esos hombres iban a notar, cuando lo tuvieran delante, que lo carcomían las dudas, el temor de fallar, la incapacidad para tomar decisiones acertadas.
Y, sin embargo, eso no sucedió. Ni sus jefes ni sus subordinados pusieron el grito en el cielo para denunciar su impericia. Sus jefes lo calificaron con benevolencia y sus subordinados aceptaron su liderazgo sin quejarse y sin poner en tela de juicio sus decisiones. Y el tiempo fue pasando. El año pasado, para colmo, lo habían vuelto a ascender, del grado de teniente al de teniente primero. Y Quinteros volvió a temer, sigue temiendo, no dar la talla, no estar a la altura.
¿Y entonces? ¿En qué quedamos? ¿Dónde está el problema? ¿Es demasiado exigente con él mismo o a los demás les falta perspicacia para detectar sus deficiencias? En los días malos se dice que debería pedir la baja porque no es suficientemente bueno. En los días buenos se dice que no, que si fuese un mal oficial a su alrededor saltarían alarmas que no saltan. Y la vida militar sigue gustándole. ¿Qué haría si dejara el Ejército? ¿Retomar los estudios? ¿Ponerse un quiosco?
Quinteros termina la primera recorrida de la mañana y queda bastante satisfecho. Lleva apenas un mes y medio en su nuevo destino y tiene la sensación de que el grupo de suboficiales a su cargo es bastante competente. Hay cosas para mejorar, pero eso pasa siempre. Y los soldados conscriptos, que llevan apenas unas semanas bajo bandera, mal que mal se van acostumbrando a respetar los horarios, las consignas y las obligaciones. Confía en que, dentro de un par de meses, cuando hayan completado la instrucción de combate, serán una compañía de infantería más o menos aceptable.
Mientras camina hacia la cocina para participar del rancho, lo sorprende el sonido del teléfono de su oficina. ¿Quién puede estar llamando tan temprano? Consulta su reloj y sí, es tempranísimo. Trota hasta el aparato y levanta el tubo.
—Teniente primero Quinteros —se identifica.
—¿Qué dice, Quinteros? Buen día. Habla Sanabria.
¿Sanabria? Era teniente cuando Quinteros hizo el servicio militar. Y fue el oficial que le recomendó ingresar al Colegio Militar. Ahora es coronel, y es lo más parecido a un consejero que tiene Quinteros, en el Ejército y más allá de él.
—Buen día, coronel, qué sorpresa.
—Sorpresa se va a llevar cuando prenda la radio.
—¿Cómo?
—Que prenda la radio, teniente. Hágame caso. Y yo que usted no me pediría ninguna licencia en las próximas semanas.
Quinteros no entiende nada. ¿De qué está hablando Sanabria?
—No lo entiendo, señor. Perdone, pero…
—Encienda la radio, Quinteros. Hablamos en otro momento.
El coronel corta la comunicación sin despedirse. Quinteros busca la radio portátil que guarda en un cajón del escritorio. O le cuesta sintonizarla o anda floja de pilas, porque las voces van y vienen, a medias audibles en un mar de estática. Camina hacia la ventana, extiende el brazo y ahí, de repente, el ruido a fritura desaparece y se oye clara la voz de un locutor:
—… por intermedio de sus Fuerzas Armadas y mediante la concreción exitosa de una operación conjunta, ha recuperado las islas Malvinas, Georgias y Sandwich del Sur para el patrimonio nacional. Se ha asegurado de esta manera…
Quinteros, incrédulo, gira la radio portátil para mirar el dial. Apenas produce el movimiento la radio enmudece y vuelve el sonido de la estática. Maldice entre dientes.
—¡Mi teniente primero!
Quinteros se gira hacia la puerta. Ahí está el sargento… mirándolo con los ojos redondos como platos.
—¿Usted escuchó lo mismo que nosotros, mi teniente?
Recién entonces Quinteros acepta la verdad: no está soñando y Argentina acaba de recuperar las Malvinas.
4
El mayor Alfredo Camargo suelta el embrague de a poco y supervisa, a través de los retrovisores, que el Ford Falcon retroceda bien recto por el caminito de lajas hasta afuera. Una vez que siente que las ruedas traseras han bajado al pavimento gira el volante para que el coche se acomode en la calle.
Pone primera pero hace lo de siempre: echa un vistazo a su casa para asegurarse de que todo esté como corresponde. El césped debería estar un par de centímetros más corto. Y las hojas de los árboles deberían haber sido barridas. Toma nota mental de avisarle al sargento Bustamante que le mande un par de colimbas. Cuando empieza a soltar el pedal para avanzar, sus ojos se posan en el cordón de la vereda. Camargo insulta entre dientes. Ese charco de agua estancada no tendría que estar ahí. Si está es por la combinación de dos factores que Camargo detesta. Uno: la pendiente de la calle está mal hecha y forma, a la altura de su casa, un badén más bajo que las dos esquinas de la cuadra. Dos: el idiota de su vecino, Mansilla, lava su auto en la vereda y deja escurrir el agua para donde al agua le place, es decir, hacia el frente de la casa de Camargo.
Más de una vez le ha tocado el timbre para señalarle el problema. Lo justo es que el tal Mansilla barra el agua hasta más allá de la casa de Camargo, hasta el sitio en el que la calle recupera la pendiente correcta. Desde ahí el agua sigue hacia la esquina y todos contentos. Pero el muy imbécil se niega a hacerlo, aduciendo que el agua, una vez que se escurre de la vereda al pavimento, deja de ser su responsabilidad.
Cada vez que recuerda la carita de Mansilla cuando le dice eso de la responsabilidad, Camargo fantasea con obsequiarle algún argumento sólido que lo haga revisar esa actitud tan poco amistosa. Nada irreparable. Un susto de muerte que lo disuada de ser tan egoísta. Con eso alcanzaría. Lo paradójico es que, a Camargo, medios no le faltan para ejecutar esa advertencia. Si no lo hace es porque teme las consecuencias de largo plazo.
Quién te ha visto y quién te ve, Camargo. Hasta hace un par de años Mansilla habría terminado no sólo barriendo el agua sino besando las baldosas de la vereda. Pero qué se le va a hacer. Las cosas cambian.
De todos modos, el mayor no piensa dejarse atropellar por un civil. Si uno se deja humillar una vez, está perdido. Nunca hay que dejarse atropellar. Jamás. Así que en lugar de acelerar el Falcon y partir hacia el regimiento lo arrima a la vereda. Se apea del auto, cierra la puerta, se acomoda la chaquetilla del uniforme y encara hacia lo de Mansilla. El vecino tiene un cerquito bajo de madera. Para tocar el timbre hay que entrar hasta la puerta de la propia casa. Tiene un jardín muy cuidado y lleno de flores. Camargo repara en la horrible estatua de un enano sonriente que porta una carretilla donde crecen las prímulas.
Cuando le faltan un par de metros para alcanzar el timbre, la mujer del mayor abre la puerta de su casa y sale al porche con el envión de una emergencia. Camargo la ve mirar su auto estacionado, girar la cabeza hacia la entrada del vecino y localizarlo a él a punto de llamar a la puerta.
—¡Menos mal que no te fuiste, Alfredo! ¡Vení!
—No puedo —responde Camargo—. Se me hace tarde, y tengo que decirle un par de cosas a este pelotudo.
—¡Ahora no! ¡Te digo que es urgente! ¡Vení ya mismo!
Sin esperar que su marido le responda, la mujer se va para adentro y deja la puerta abierta de par en par. Camargo retrocede por el caminito de entrada hacia la vereda. ¿Qué carajo será tan importante como para que su mujer lo requiera de esa manera? Lo de Mansilla tendrá que esperar. Vuelve a reparar en el enano de yeso. Camargo carraspea varias veces. Cuando siente en el buche que el gargajo ha tomado suficiente caudal y consistencia, lanza un escupitajo que impacta en la cabeza del duende.
Satisfecho, deja abierta la puerta del cerco y va hacia su propia casa, a ver qué es eso tan urgente que su mujer necesita comunicarle.
5
Carlitos llega con la lengua afuera porque, de puro distraído, confundió los llaveros y se trajo las llaves del departamento de la calle Alsina, cuando el que tiene que mostrar a los posibles compradores es el de la calle Suipacha. Tuvo que correr como loco para subsanar el error.
Cuando llega a la puerta del edificio, el matrimonio de interesados está esperándolo. Carlitos se disculpa y se pregunta en voz alta si se retrasó. Sabe que no, que llegó justo a tiempo, pero le parece que hacer esa pregunta es un gesto de cortesía que no está de más. En realidad, esta cuestión de estar pendiente de lo que piensan los clientes es una de las cosas que más detesta de trabajar en la inmobiliaria de su viejo. Aunque si es por detestar cosas, la lista es larga, empezando por lo del saco y la corbata. A quién se le ocurre que tenga que ponerse saco y corbata para mostrar las propiedades en venta o alquiler. A su viejo, por supuesto. A Carlos López, el dueño, fundador, gerente, alma mater y columna vertebral de López Propiedades.
Suben en el ascensor, con esa incomodidad de tener que compartir un espacio reducido con desconocidos con los que, sin embargo, hay que ser simpático. Menos mal que con el asunto de la recuperación de las Malvinas no falta tema de conversación con nadie, en ningún sitio.
Por suerte engancha enseguida la llave correcta. «Los clientes tienen que sentir que ése no es un departamento, sino el departamento». Se lo recita para sus adentros con la voz de su viejo. «Los clientes tienen que sentir que vos les estás abriendo la puerta de su casa. Su futura casa. La casa que los estuvo esperando andá a saber desde cuándo».
A Carlitos le resulta raro esto de volver a trabajar en la inmobiliaria. Hace dos años se lo aguantó como un caballero. Recién salido del secundario, con el servicio militar pendiente, habiendo dado mal el examen de ingreso a la facultad (detalle no menor), su viejo le puso los puntos: no se iba a llevar el año de arriba, esperando la convocatoria de la colimba. A trabajar se ha dicho. Y vaya que trabajó.
En el fondo, su viejo no es un mal jefe. Pero tiene sus manías, como todo el mundo. Y una cosa es soportar las manías de tus padres en tu casa y otra tener que tolerarlas, además, mientras laburás. Porque las cosas, en López Propiedades, hay que hacerlas como dice Carlos López, que las viene haciendo así desde la noche de los tiempos y la verdad que le ha ido bien, más que bien.
La pareja de interesados recorre el departamento de arriba abajo, porque ésta es su segunda visita. Es decir, el lugar les gusta, de otro modo no habrían regresado. Así que hay que tomárselo con paciencia, responder todas las preguntas y calmar todas las inquietudes. Sí, la verdad, muy luminoso. No, las expensas no son caras, para nada. Sí, la ventilación cruzada es una bendición. No, el ruido de la calle no molesta, apenas se escucha.
Lo peor es que a Carlitos se le da bien. Los clientes, que no saben que es el hijo del dueño, suelen elogiarlo delante del patrón. Y es lo peor, porque tarde o temprano Carlitos va a tener que decirle bien clarito a su viejo que no piensa quedarse para siempre en la inmobiliaria. Y eso va a ser un quilombo. Un par de veces, nomás, se ha atrevido a sacar el tema con Marisa, su mamá. Con su padre, hasta ahora, jamás, pero sí con su mamá. Y su madre ha puesto esa cara de «te entiendo, pero la verdad que, es cierto, es flor de problema». Porque la inmobiliaria marcha viento en popa, y don Carlos López está convencido de que López Propiedades tiene muchos años de prosperidad por delante, porque para algo tiene tres hijos sanos e inteligentes y bien educados que lo secundarán en la tarea y algún día llevarán la responsabilidad de López Propiedades sobre sus hombros.
Encima sus hermanas son dos chiquilinas que cuando Carlitos les saca el tema demuestran estar completamente en Babia. Andrea, la muy estúpida, termina el secundario este año. Y vos le preguntás qué va a hacer el año que viene y te dice que ni idea. Eso te dice. Y Cecilia es tan tarada como la otra, pero encima tiene la ventaja de que le falta un año más para terminar la escuela, así que estar en Babia lo tiene más permitido todavía.
Tarde o temprano va a tener que hablar en serio con su viejo. Pero todavía no se anima. Es decir, intenta emitir ciertos mensajes. Por ejemplo: volvió a preparar el examen de ingreso para Ingeniería y esta vez consiguió entrar. ¿No es un mensaje suficientemente explícito? ¿Qué tiene que ver la ingeniería con los negocios inmobiliarios? Pero hasta ahora el viejo no acusa recibo.
La pareja de potenciales compradores sigue recorriendo el departamento vacío. El hombre está un poco más renuente. A la esposa se la ve definitivamente entusiasmada. Carlitos sale al balcón. No le parece bien presionarlos. El tipo también sale, con cara de abrumado. Le ofrece un cigarrillo. Carlitos se lo acepta. En la conversación sale otra vez el tema de las Malvinas mientras la mujer sigue recorriendo varias veces los tres ambientes del departamento. Nadie se esperaba un notición como éste. Y sin tocarle un pelo a ningún inglés. Por fin las islas son argentinas. Qué orgullo. Qué día inolvidable.
El hombre apaga el cigarrillo en el piso del balcón y regresa adentro porque su mujer quiere que miren juntos algo vinculado con los muebles de la cocina. Carlitos vuelve a pensar en sus cosas. No se podrá hacer el boludo para siempre. Tarde o temprano tendrá que hablar con sus viejos. Lo que pasa es que con la familia es difícil. Siempre. Porque además son buena gente. Buenísima. Carlitos se pasó la secundaria escuchando a sus amigos quejarse de sus viejos. Por anticuados, por metidos, por hinchapelotas, por autoritarios. Y en su casa parecen la familia Ingalls, la puta madre. A veces le gustaría que fueran más jodidos. Como para sentirse más a gusto con su propio fastidio. Eso sí, en algún momento habrá que hablar lo de «Carlitos». Porque tiene las bolas llenas con el diminutivo. Carlos y Carlitos. Carlos para su papá, Carlitos para él. Carlitos para acá, Carlitos para allá. Lo tiene tan incorporado que él, él mismo, se nombra como Carlitos. Se piensa como Carlitos. El año pasado, sin ir más lejos, cuando empezaron la colimba y arrancaron a conocerse, se presentaba con un «Hola, soy Carlitos López». De modo que todos sus compañeros del servicio militar lo llaman «Carlitos». Así de boludo es. Tiene que cambiarlo. Tiene que dejar de ser Carlitos, para todo el mundo y para él mismo. La macana es que no tiene la más pálida idea de cómo hacerlo.
6
Algún sábado toca trabajar. Como hoy. Antonio no tiene mayores objeciones. El Conejo, en cambio, se pone como loco cuando su viejo lo hace venir en fin de semana. Dice que es un exagerado. Que lo hace porque no se aguanta que ellos sean jóvenes y tengan mejores cosas que hacer los viernes a la noche que quedarse mirando la tele; y que su venganza es hacerlos madrugar al día siguiente a ellos dos, como pelotudos.
Antonio no está seguro de que la cosa sea tan simple. Es verdad que Hugo parece disfrutar dándole malas noticias a su hijo. Un round más en esa pelea interminable que el Conejo y su papá tienen todo el tiempo y que explota por cualquier pavada. Pero, por otro lado, las cosas no están como para rechazar trabajos. Y si te cae un Peugeot 504 el viernes a la tarde y el dueño te dice que está completamente fuera de punto y que lo necesita el lunes a primera hora porque es viajante de comercio, lo que hay que hacer es lo que hace el viejo del Conejo: decirle que sí, que ya mismo empiezan con la afinación y que pase lo que pase se lo van a tener listo el sábado a última hora. Hay que joderse, pero es así.
Entretanto, lo mejor que puede hacer Antonio es abrir bien los ojos y las orejas y aprender, de ambos, todo lo que pueda, porque tanto el padre como el hijo saben un montón de mecánica.
Más allá de la calentura que se agarra, el Conejo empieza a desarmar todo el mismo viernes a última hora. Antonio lo ayuda con la herramienta, claro, y se siente como en esas películas en que hay un cirujano operando y le dice a la enfermera: «Bisturí», y la enfermera le pasa el bisturí; le dice: «Hilo», y le pasa el hilo; le dice: «Gasa», y le pasa la gasa. Antonio sabe que tiene un nombre esa clase de enfermeras. Un nombre especial, pero Antonio no se lo acuerda. Ni siquiera está seguro de que sean enfermeras. Capaz que son otra cosa, pero como él es un bruto no sabe el nombre correcto que tienen. Lo cierto es que él se siente así, pero con la herramienta. Una llave del 4, dice el Conejo, y Antonio le pasa la llave del 4. El Allen chico, dice el Conejo, y Antonio le alcanza el destornillador Allen chico. El Phillips del medio, dice el Conejo, y Antonio le pasa el destornillador número 5, que tanto el Conejo como su padre llaman «el del medio».
Ayer viernes, después de cerrar, se quedaron limpiando todo el sistema de carburación ya desarmado, pieza por pieza. «Mirá la mugre que tenía este hijo de puta», comentó el Conejo, y Antonio estuvo de acuerdo, porque ya de a poco va entendiendo lo principal del asunto y sí, terrible lo sucio que estaba el carburador. Pero de repente a Antonio dejaron de importarle la mugre, el carburador, el Peugeot 504, el taller, el Conejo y el mundo en general, porque se oyeron unos golpecitos en la cortina metálica y a Antonio el corazón se le puso a galopar, porque la única que golpea así es Magalí.
Y era ella, nomás. La chica entró, saludó, dio unas vueltas, desfiló que parecía una modelo yendo y viniendo por el taller, y Antonio se empezó a atragantar con el aire y la saliva. «Estoy jugando con fuego», alcanzó a pensar. Pero lleva más de un año quemándose con ese fuego y le importa un carajo. Mejor dicho, le importa, pero la hermana del Conejo le importa mucho más, le importa tanto que se banca quemarse todas las veces que haga falta.
Menos mal que su amigo vive en la luna de Valencia, porque cuando Magalí propuso ir hasta la pizzería El Gato Blanco a comprar una pizza y dos cervezas para comer ahí los tres, el Conejo le preguntó si no tenía un plan mejor para un viernes a la noche que comer con ellos dos en el taller, y Magalí dijo que no y al Conejo le pareció lo más normal del mundo que su hermana, que debe ser la chica de diecisiete años más linda y más divertida del mundo, no tenga otro programa un viernes a la noche que pasarlo con ellos dos en un taller mecánico con un 504 a medio reparar. Así que allá se fue Magalí hasta El Gato Blanco, y compró la pizza y las cervezas, y Antonio se murió de amor toda la noche, enamorado como un tarado pero tratando de que no se le notara, y fue hermoso que Magalí tuviera esa idea, que fue la única manera de pasar esa noche los dos juntos, aunque no hayan podido ni darse un beso, ni rozarse la mano, porque el Conejo naturalmente estuvo toda la noche adelante hasta que dijo: «Bueno, vamos a casa, nena, así mañana arrancamos temprano».
Y hoy, sábado, abrieron puntuales a las ocho porque el viejo se lo dejó estrictamente indicado, porque ya que van a trabajar está bueno que los vecinos vean el taller abierto, porque así da la sensación de que están tapados de trabajo y eso siempre sirve, porque nunca se sabe. Don Hugo hace acto de presencia a eso de las diez y les pasa revista como si estuvieran en la colimba, cosa que a Antonio no le molesta pero al Conejo le da cien patadas al hígado, y en lugar de fijarse en que ya tienen todo el carburador instalado y el auto regulando en punto muerto como un violín, en lugar de decirles: «Qué bueno que el trabajo esté terminado y perfectamente concluido», va y le dice al hijo: «Te tengo dicho mil veces que cuando terminás de usar la herramienta la tenés que limpiar y guardar cada cosa en su sitio porque si no el que tiene que usarla detrás tuyo se encuentra con un quilombo».
El Conejo se levanta, se sacude el polvo del trasero y empieza a llevarse las cosas desde el piso a los tableros de herramientas. El viejo lo mira hacer. Ni el padre ni el hijo dicen una palabra. Antonio se ha quedado de pie ahí en el medio de este campo de batalla en el que no se está disparando ningún tiro, y en ese momento el viejo tiene una idea y le dice: «Ayudame con algo» y le hace un gesto. Antonio lo sigue y se van al fondo. Don Hugo le señala la escalera de madera y Antonio la agarra y la pone contra la estantería que él le indica. Sube hasta alcanzar el estante de más arriba. Siempre siguiendo las instrucciones de Hugo, hace a un lado unas latas de pintura, unos diarios viejos del tiempo de ñaupa, el esqueleto de un ventilador roto y tapado de polvo y ahí abajo encuentra la bandera, bien protegida adentro de una bolsa de nailon.
«A ver, abrila para ver cómo está», le dice el viejo desde abajo. Antonio se vuelve hacia él y la despliega. No hay demasiada luz, pero parece intacta. Limpia, lustrosa. Se le marcan los pliegues de haber estado doblada mucho tiempo, nomás. Antonio le pregunta si la tienen desde hace mucho. «Desde el Mundial ’78», dice el padre del Conejo. «Traete la escalera al frente, así la colgamos», dice también. «Ya que recuperamos las Malvinas, es lo menos que podemos hacer».
7
Quinteros se apresura hacia su oficina porque ha decidido dedicar parte de la mañana a poner al día todo ese papeleo administrativo que aborrece pero que tiene, sí o sí, que despachar. En el banco de madera del pasillo se encuentra sentada a una mujer que se pone de pie cuando lo ve.
—Buen día —saluda Quinteros.
—Buen día, teniente primero.
Quinteros toma nota de que esa mujer es de familia militar. De lo contrario no habría sido capaz de identificar sus galones.
—¿En qué la puedo servir?
—Necesito hablar con el mayor Camargo.
—Sí, cómo no. ¿Él la está esperando?
La mujer parpadea varias veces y se ruboriza.
—No, no. No sabe que venía. Pero…
—No se haga problema —la interrumpe Quinteros. Eso de si la estaba esperando lo preguntó como una mera formalidad y lamenta haberla incomodado—. Ya mismo le mando a avisar.
Se gira hacia la oficina de despacho. Le hace señas al conscripto Aguilar, que pega un respingo, se incorpora de su asiento y se acerca.
—Búsquelo por favor al mayor Camargo y le avisa que una señora lo espera en su oficina.
—Entendido, mi teniente primero.
El soldado hace una venia y se aleja por el pasillo. Quinteros abre la puerta de la oficina de Camargo.
—Adelante, señora.
—No, no, le agradezco —la mujer titubea—. Prefiero esperarlo acá.
—Ningún problema, señora. Ahí le avisan. ¿La puedo ayudar en algo más?
—No, teniente. Muchas gracias.
Quinteros se despide con una inclinación de cabeza y entra en su propia oficina. Se pregunta si debió ofrecerle algo para tomar, un té, un café, pero le da la impresión de que sólo habría aumentado la incomodidad de esa mujer. Se sienta a su escritorio y estudia por encima la pila de trámites que tiene para despachar. Es como si los papeles se reprodujeran como conejos. Odia que se le acumulen todos esos oficios y comunicaciones, pero no hay manera de tener todo al día, la pucha. Para peor, no hace más que empezar con el que encabeza la pila cuando se escuchan dos golpes en la puerta. ¿Será de nuevo la mujer de recién?
—Pase —ordena Quinteros.
No es la mujer. El que ingresa es un subteniente al que no conoce, que se cuadra frente a su escritorio y saluda con prolija marcialidad.
—Subteniente en comisión Adrián Parisi presentándose en destino con su oficial al mando, mi teniente primero.
El teniente Quinteros no puede reprimir una sensación desagradable.
—Descanse, subteniente, tome asiento.
No es por el recién llegado, a quien no conoce y con quien, por lo tanto, no tiene ningún problema. No es eso. A Quinteros le gustan las cosas ordenadas y previsibles. No le gustan las improvisaciones. No le gustan nada. Por eso, entre otro montón de cosas, eligió ingresar al Ejército. ¿A cuento de qué esta fantochada de los subtenientes «en comisión»? Este muchacho que tiene sentado enfrente debería estar en el Colegio Militar, cursando las primeras semanas de su último año de estudios. Porque eso es lo que es. Un estudiante de cuarto año del Colegio Militar de la Nación. No es un subteniente. Eso lo será, si Dios quiere, a fin de año, cuando complete su último año de preparación, como vienen haciendo generaciones y generaciones de oficiales. El mismo Quinteros recuerda cómo se sentía él cuando egresó del Colegio Militar. Nervioso, tenso, inexperto, inseguro. Y eso que había tenido todo su cuarto año como para curtirse o, por lo menos, encontrar el modo de parecer curtido. Porque después hay que salir y mandar. Salir y manejar a los suboficiales. Salir y hacer que esos tipos acostumbrados a la vida de cuartel acepten recibir órdenes de muchachos más jóvenes que ellos. Y enseñar a los soldados conscriptos a ser ni más ni menos que soldados. Cosa nada sencilla, por cierto.
Ese muchacho que tiene sentado delante (¿Parisi dijo que se llamaba?) tiene una expresión de pasmo mezclada con miedo, mezclada con sorpresa, que lo convertirá en la víctima perfecta para cualquier suboficial o colimba díscolo y rencoroso. Sin ir más lejos, esa sombra de bigote que se ha dejado el novato será motivo de una carnicería de ironías y sarcasmos. Parece que se lo hubiese pintado con corcho quemado, como un alumno de primaria convocado al acto del Veinticinco de Mayo para el papel de granadero o de miembro del Cabildo. ¿Es estúpido que oficiales y suboficiales consideren que los bigotes abundantes los vuelven unos machos invencibles y unos guerreros espectaculares? Sí, es estúpido. Pero muchos se lo creen. Van pavoneándose por ahí como si, a falta de medallas, esos cepillos capilares dijesen algo sobre su valor o su inteligencia.
En abril de 1982, ante la recuperación de las Malvinas por parte de las Fuerzas Armadas argentinas, tres soldados conscriptos clase ’62 son reincorporados a filas y enviados a las islas. Llenos de expectativa, de curiosidad, de sed de aventura, Carlitos, Antonio y el Conejo se internan en ese territorio desconocido que se irá tornando cada vez más inhóspito a medida que las lejanas tratativas diplomáticas fracasen y se desencadene la guerra con los británicos.
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