Lecturas: “Los llanos”, de Federico Falco

La primera novela del escritor cordobés, finalista del premio Herralde, cuenta mes a mes la historia de un hombre que luego de una ruptura con su pareja decide mudarse a una casa de campo en busca de reconstruirse. Muy recomendable.

En “Los llanos”, la primera novela de Federico Falco, que resultó finalista del Premio Herralde de Novela, el paisaje rural se impone como analogía del territorio del lenguaje para explorar el paso del tiempo y la soledad, en la voz de un narrador que se instala en el campo después de una separación para reencontrarse consigo mismo y reconstruir hilos de su infancia, mientras ve crecer, despedazarse y volver a brotar la huerta que siembra en la indomabilidad de la naturaleza.


Como un diálogo entre la planicie de la llanura y una vida en pausa, “Los llanos” se estructura en capítulos que son meses. Comienza en enero: “En la ciudad se pierde la noción de las horas del día, del paso del tiempo. En el campo es imposible”, dice el narrador, un escritor que se desencuentra con la palabra escrita y decide autoexiliarse en una casa rural con la fantasía de refugiarse en una huerta, como la que plantaba con sus abuelos en la infancia.

A medida que hortalizas, raíces y hojas verdes asoman, se infectan, mueren o ni siquiera atisban sospecha de haber sido sembradas, este narrador reflexiona sobre la ruptura del amor y ese punto que intempestivamente define una historia amorosa, a la vez que cruza recuerdos de su infancia, narra sus días en el campo y experimenta el duelo. “Un cuerpo apenado, ¿cómo se escribe?”, se pregunta el protagonista en primera persona.

Destacado cuentista, Federico Falco (General Cabrera, 1977) es autor de los libros de cuentos “222 patitos”, “La hora de los monos” o “Un cementerio perfecto”. Si bien incursionó en otros géneros porque trabajó la poesía en “Made in China” y publicó la novela breve “Cielos de Córdoba”. “Los llanos” (Anagrama) es su primera novela de largo aliento. “Fue un pasaje bastante fluido, en el cual casi no me di cuenta. Fue una novela que escribí sin saber que estaba escribiendo una novela”, confiesa.

P – Hay una singular forma de narrar el tiempo, donde por momentos no ocurre nada en el sentido de que no hay una sucesión de episodios ¿qué te interesaba explorar?

R – Esa idea de escribir el tiempo estaba consciente desde hace mucho. Me parecía un desafío interesante y los desafíos me motivan a escribir. En general, cuando uno escribe narrativa, sobre todo pensando en el mundo del cuento que es más comprimido, o buena parte de lo que ocurre en un cuento tiene que significar, casi siempre se está pensando en conflictos. En que pasen cosas y esas cosas sean decisivas en la vida de los personajes, que cambien las acciones, que generen consecuencias. Porque sucedió A pasa B y porque sucedió B vas a llegar a C. Entonces, desde hace mucho pensaba cómo narrar el tiempo, el paso del tiempo, sin que necesariamente pasaran cosas.


P – Ese tiempo transcurre en el relato de un narrador que decide refugiarse solo en un campo.

R – Me interesaba también pensar en la soledad. Los personajes solitarios siempre me obsesionaron. En mi libro anterior, “Las liebres”, hay un cuento protagonizado por una especie de ermitaño que vive solo en la montaña. Y mientras escribía ese cuento pensaba: ¿Qué hace todo el día la gente que vive sola en el medio de la montaña o de la selva? Porque en la ciudad uno puede ver gente, salir a tomar un café, caminar, aunque no estés en contacto con otros hay zonas de convivencia. Me daba curiosidad pensar cómo será el día de una persona que está sola durante mucho tiempo. Esa presencia estuvo ahí primero y fue la que empezó a empujar ciertas zonas del texto, sobre todo las que tienen que ver con la huerta, el paisaje.

P – Y lo que espera el personaje es serenarse con la quietud de la llanura. Es curioso porque es un escritor ¿lo contiene más la naturaleza que el lenguaje?

R – El lenguaje a veces es tramposo. Trabajar con el lenguaje es pensar todo el tiempo. Y hay muchos momentos de nuestra vida donde ansiamos no pensar sino aquietar los pensamientos, salir de ese remolino de palabras que se arman en la mente. Mucha gente encuentra salidas a este tipo de remolino en hacer deporte, salir a correr, laborterapia, pintar mandalas, hacer cerámica, cosas que de alguna silencian este rumiar permanente de la mente. Cuando uno trabaja con el lenguaje y una de las cosas que más te gusta hacer es escribir, justamente, por lo menos a mí a veces me pasa, se exacerba ese estado mental del que querés salir. A veces las palabras pueden armar deslizamientos que se transforman en pequeñas trampas, o pequeños loops, y uno queda ahí varado. Me parecía interesante que para el personaje las posibles salidas fueran el trabajo físico en la huerta y, por otro lado, el paisaje, esa especie de quietud.


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