Los políticos tienen que saber llorar

Mirando al sur

El resultado de las elecciones de octubre dependerá de la capacidad de Mauricio Macri y María Eugenia Vidal para convencer a los habitantes del paupérrimo conurbano bonaerense de que no son los tecnócratas gélidos de la caricatura opositora sino personas muy pero muy sensibles acostumbradas a compartir el dolor ajeno. Si consiguen hacerlo, pesará menos de lo que muchos suponen el estado de la raquítica economía nacional o la propensión del oficialismo a cometer los errores no forzados que tantos critican. En cambio, de imponerse la idea de que Macri y compañía sólo gobiernan para sus amigos ricos, Cristina y sus secuaces podrían adueñarse del voto bronca.

Hubiera sido lógico que, cuando la entonces presidenta enviudó, la muerte súbita de su marido y mentor la perjudicara. ¿Es lo que sucedió? Claro que no: el valor de su capital político aumentó de golpe. Para frustración de los tecnócratas, en el mundo actual una lágrima oportuna o una mueca compasiva pueden tener un impacto mucho más fuerte en el humor del electorado que cualquier cantidad de mejoras concretas.

Lo saben muy bien la primera ministra británica Theresa May y la derrotada candidata presidencial estadounidense Hillary Clinton; las desgracias políticas que las dos protagonizaron en los meses últimos se debieron en buena medida a su conducta frente a las cámaras que no sólo sus adversarios sino también algunos partidarios calificaban de “robótica”, o sea, a la noción difundida de que les interesaban más los detalles administrativos que las preocupaciones de la gente.

Puede argüirse que es suficiente que un gobernante sea una persona honesta, inteligente y experimentada que quiere lo mejor para sus compatriotas, ya que su eventual calor humano –auténtico o fingido, da lo mismo– carece de importancia, pero, mal que bien, en política los presuntamente sensibles corren con ventaja. Que éste sea el caso ha motivado críticas feroces desde que los filósofos y satíricos griegos más renombrados advirtieron que, al permitir a sujetos inescrupulosos dotados de carisma aprovechar las emociones primarias de la gente, las democracias tendían a mutar en tiranías.

En los milenios posteriores, tales advertencias incidirían mucho en el pensamiento de las clases dirigentes de Europa, razón por la cual hasta hace muy poco escaseaban las democracias plenas con sufragio universal en las que el voto del burro valía tanto como el de un gran profesor. Por motivos comprensibles, incluso en países como el Reino Unido que eran considerados políticamente avanzados, las elites gobernantes creían que sería absurdo suponer que un analfabeto estaría en condiciones de entender la diferencia entre una propuesta razonable y una meramente demagógica.

En principio estaban en lo cierto, pero andando el tiempo se darían cuenta de que las consecuencias de ampliar el electorado no solían ser tan desastrosas como algunos escépticos habían previsto. Si bien en ocasiones el sufragio universal facilitó el ascenso de personajes tan malignos como Adolf Hitler, el éxito inicial del nazismo se debió mucho más a la adhesión de académicos y sectores influyentes de la clase media que a la credulidad de los ignorantes. Mientras tanto, en otros países de tradiciones democráticas, como Gran Bretaña, Estados Unidos y Francia, los comprometidos con el orden establecido se beneficiaron una y otra vez con el voto popular.

Así y todo, últimamente se ha debilitado el consenso a favor del sufragio universal. Los horrorizados por el triunfo del Brexit en el Reino Unido y de Donald Trump en Estados Unidos lo atribuyen a la estupidez de individuos incapaces de entender muy bien lo que estaba en juego. No se trata de aristócratas altaneros que desprecian a la plebe o plutócratas asustadizos, sino de progresistas que, por su propia arrogancia, habían contribuido a los resultados que tanta indignación les ocasionarían.

Puede que la alusión de Hillary a “los deplorables” que se dejaban engatusar por Trump le haya costado la presidencia del país más poderoso de todos. De ser así, Hillary, con sus simpatizantes más vehementes, comparte la responsabilidad por la confusión mundial que está provocando lo que está haciendo el extravagante magnate inmobiliario.

Para que los sistemas basados en el sufragio universal funcionaran bien, los dirigentes políticos tuvieron que aprender a congraciarse con quienes muchos tomaban por sus inferiores, tratándolos con respeto y manifestándoles su simpatía. No tardaron en darse cuenta de que el programa de gobierno más genial concebible no les serviría para mucho a menos que ellos mismos lograran relacionarse emotivamente con las partes sustanciales del electorado que no entendían nada de asuntos macroeconómicos o geopolíticos. Como no pudo ser de otra manera, el espectáculo que brindaban políticos al besar a bebés y abrazar a abuelas los convertiría en blancos irresistibles de acusaciones de hipocresía, pero no cabe duda de que ayudaba a consolidar la cohesión social.

En la campaña electoral que está cobrando fuerza, los distintos candidatos, además de Macri, Vidal y, tal vez, Cristina si nos sorprende optando por abstenerse, se concentrarán en asegurarnos que, a diferencia de los demás, saben muy bien lo que es ser pobre. Tendrán que hacerlo. Son tan grandes los bolsones de pobreza que se dan en el conurbano que a los macristas les sería políticamente peligroso, cuando no suicida, intentar pasarlos por alto o, lo que sería igualmente antipático, confesar que en su opinión a la larga la única forma de eliminar tales lacras consistiría en organizar un gran esfuerzo educativo, una empresa que, desde luego, sería imposible sin la colaboración de los combativos sindicatos docentes y que, para más señas, no comenzaría a rendir sus frutos hasta que hayan transcurrido varios años. No sólo en la Argentina sino también en todos los demás países, los aspirantes a ocupar lugares de privilegio en el mundillo político no pueden darse el lujo de ser realistas en público, aunque es de esperar que en privado muchos sí lo sean.

Para frustración de los tecnócratas, una lágrima oportuna o una mueca compasiva pueden tener un impacto mucho más fuerte en el humor del electorado que las mejoras concretas.

En la campaña actual, los candidatos buscarán asegurarnos que, a diferencia de los demás, saben muy bien qué es ser pobre. Es tan grande el problema que sería peligroso no hacerlo.

Datos

Para frustración de los tecnócratas, una lágrima oportuna o una mueca compasiva pueden tener un impacto mucho más fuerte en el humor del electorado que las mejoras concretas.
En la campaña actual, los candidatos buscarán asegurarnos que, a diferencia de los demás, saben muy bien qué es ser pobre. Es tan grande el problema que sería peligroso no hacerlo.

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