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Los refugiados climáticos, el gran tema pendiente

Redacción

Por Redacción

La migración y el cambio climático son, junto con el feminismo, los tres grandes temas de la primera mitad del siglo XXI y tienen intersecciones entre sí. En años recientes, por ejemplo, se ha puesto sobre la mesa la importancia de las mujeres migrantes al insertarse al aparato productivo de sus países de destino, así como el papel de los liderazgos femeninos en la lucha de resistencia medioambiental en varios países. Sin embargo, la vinculación entre migración y cambio climático parece andar por una vía más lenta a pesar de que, de acuerdo con el Centro de Monitoreo de Desplazamiento Interno (IDMC, por su sigla en inglés), la migración forzada debido a los efectos de desastres naturales alcanzó los 30 millones de personas durante 2020.


Esta tarea de contabilizar la migración provocada por el cambio climático y sus efectos sobre el medio ambiente es complicada, en parte por los diversos factores que confluyen en este fenómeno. Con frecuencia los desastres provocados por el calentamiento global ocurren en países donde se carece de infraestructura, se vive en pobreza, bajo regímenes violentos o autoritarios, o existe algún conflicto bélico, de manera que no existe una única razón para que las personas abandonen su lugar de origen.


Un ejemplo reciente: el paso de los huracanes Eta y Iota por Centroamérica en 2020, que dejó un estimado de 1.5 millones de personas desplazadas en Guatemala, Nicaragua y Honduras. Sin embargo, haciendo un cálculo general, la Organización de las Naciones Unidas estima que para el año 2050 la cifra de migrantes por razones ambientales podría alcanzar los 1,000 millones, ya sea en migraciones internas o internacionales, y temporales o permanentes. Esto significaría que, para entonces, una de cada 10 personas en el mundo se encontraría en esa situación.


A pesar de que tenemos más de una década hablando del cambio climático y sus consecuencias, la comunidad internacional ha sido tibia para tomar acciones que protejan a las comunidades que, desde ahora, han tenido que abandonar sus lugares de origen. Estos desplazamientos, detalla el IDMC en su reporte, se deben principalmente a inundaciones y huracanes. ¿Cómo es que podemos seguir hablando del cambio climático y sus consecuencias sin tomar acción para proteger a quienes ya las padecen?


La comunidad internacional dejó pasar una oportunidad durante la reunión de mandatarios en la Conferencia de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático que se celebró en Glasgow, Escocia, las primeras dos semanas de noviembre: la de reconocer que cualquier acción para detener el cambio climático pasa por crear mecanismos de protección para quienes han tenido que dejar —o dejarán— sus lugares de origen al ver cómo se convierten en regiones hostiles debido a las sequías, los incendios, las inundaciones y los deslaves. Sus vidas quedan en vilo al perder sus medios de subsistencia. Estas personas tendrían que ser reconocidas como refugiados climáticos.


Desde hace siete décadas, la Convención sobre el Estatuto de los Refugiados (conocida como de Ginebra) de 1951 compromete a la comunidad internacional a ofrecer protección a quienes deben salir de su país “debido a temores fundados de persecución por motivos de raza, religión, nacionalidad, pertenencia a determinado grupo social u opiniones políticas”. Esta normativa, creada en el contexto de la posguerra y el surgimiento de la Guerra Fría, ha sido refrendada con algunas variantes en 1969 y 1984, pero hasta la fecha existe un vacío normativo que niega a los migrantes y desplazados climáticos el derecho a la protección internacional bajo la figura del refugio.


Durante los últimos 15 años, el Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR) ha eludido la inclusión del término “refugiado climático” en su normativa. La definición para quienes viven esta situación se limita a “personas desplazadas en contextos de desastres y cambio climático”. Para que alguien sea considerado un refugiado, según esta agencia, su situación tendría que atravesar también la de alguien que vive violencia, persecución, o alguna de las variables antes mencionadas.


Los casos de desplazados por el cambio climático se multiplican alrededor del mundo y ponen en evidencia la vulnerabilidad de quienes, con mucha frecuencia, son castigados por un daño que ellos no generaron. El calentamiento global distribuye sus consecuencias desigualmente y se manifiesta con mayor crudeza en los países más empobrecidos, que no han alcanzado el nivel de desarrollo de los países responsables de la deforestación, los derrames petroleros, o la mayor parte de las emisiones de CO2.


La imposibilidad de solicitar refugio o asilo en otro país provoca que quienes no cuentan con otro recurso más que migrar se vean atrapados en los patrones de violación de derechos humanos de la movilidad humana forzada. Muchos de estos migrantes ya forman parte de grupos vulnerables: mujeres, niñas y niños, personas mayores, personas indígenas o habitantes de regiones rurales cuya supervivencia dependía de los recursos naturales en su entorno. La falta de un estatus de protección también impide que les sea garantizado el principio de no devolución a su país de origen.


Pese a la Convención de Ginebra, las prácticas de las grandes potencias mundiales para otorgar refugio y asilo atraviesan por criterios económicos, ideológicos y políticos, y no por el tamiz de los derechos humanos. Los ejemplos son muchos: la negativa a otorgar asilo en España a personas perseguidas por su orientación sexual; la disminución de aprobaciones en Estados Unidos para personas que provienen de países musulmanes, en claro contraste con los de países cristianos; o el rechazo internacional para acoger a personas desplazadas por conflictos bélicos, como el de Siria, por temor a los atentados terroristas.


El derecho de millones de personas a la salud, a la alimentación, a la vivienda digna, a la educación, reconocidos en la Declaración Universal de Derechos Humanos signada el siglo pasado por los mismos países que se reunieron en Glasgow, está siendo arrasado por incendios e inundaciones que difícilmente estaremos a tiempo de detener. Ante esta situación, lo menos que podemos hacer quienes aún creemos en estos derechos, es proteger a aquellos que ante el cambio climático lo están perdiendo todo.

Eileen Truax

Periodista especializada en migración y política. The Washington Post


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