A propósito de la improvisación

Maximiliano Gregorio-Cernadas *


Lo que establece la diferencia es un conocimiento profundo y una experiencia probada, no una pulsión basada en sentimientos o aspiraciones íntimas y vagas.


Aunque la reciente y muy difundida interpretación improvisada con una guitarra, realizada desde lo más alto de la conducción del Gobierno, suscitó una intensa polémica entre los que la elogiaron como un gesto de simpática espontaneidad y aquellos que la condenaron como un hazmerreír, lo fundamental es que el hecho invita a reflexionar acerca de ese episodio como una metáfora acabada sobre el valor de la improvisación en nuestra cultura.

En un sentido laxo, el arte es una capacidad, una habilidad o un talento para realizar una actividad, que puede cumplirse de manera profesional y óptima, o de un modo diletante y aficionado, lo cual es la razón de que existan médicos y curanderos, abogados y leguleyos, periodistas y divulgadores, artistas y artistuelos, políticos y politiqueros, y así sucesivamente.

Lo que establece la diferencia es un conocimiento profundo y una experiencia probada en la materia, y no una pulsión basada en sentimientos o aspiraciones íntimas y vagas. Compadecernos hasta las lágrimas por el sufrimiento de las mascotas y entender sobre sus cuidados no implica que seamos veterinarios; haberse criado en una familia de grandes médicos no nos habilita a medicar; haber leído con fruición y poder verbalizar artículos periodísticos y papers académicos acerca de la invasión rusa a Ucrania no nos transforma en diplomáticos; tener facilidad de palabra, ser un consumado intrigante o un maestro en el arte del engaño y la corrupción no convierte a nadie en un estadista.

El exquisito pianista Bruno Gelber, suele advertir con sutileza que a un profesional del piano debe importarle menos sentirse emocionado que “transmitir sustancia” a través del teclado, lo cual hace una diferencia sideral, pues no es un don que se adquiere escuchando you tube o CDs. Parafraseando a Aldous Huxley en su recordado “El genio y la diosa”, todos tenemos sentimientos shakesperianos pero no somos Shakespeare, y solemos provocar la alquimia inversa de convertir esos sentimientos en “mondongo y bazofia”. En efecto, hay que cuidarse del ridículo de creer que porque uno se siente sincera e intensamente conmovido o entusiasmado realizando una actividad y la sobrevuela con pasión, lo estará haciendo correctamente.

La diferencia sólo se supera con la vasta y prolongada pericia que otorga la experiencia, como el cursus honorum, procedimiento mediante el cual los antiguos romanos lograron dejar su huella en el mundo. El riguroso director de orquesta argentino-austríaco Erich Kleiber, sostenía al respecto como un dogma, que la improvisación es el principal enemigo del arte, aunque en rigor, lo es de cualquier actividad.

Por el contrario, se ha arraigado en la cultura argentina la creencia en que hemos conseguido elevar la improvisación a la altura de un don que nos distingue en el mundo, lo cual ilustra dónde estamos y explica que nuestros problemas comienzan más en nuestras creencias que en nuestra ignorancia. Y no se trata exclusivamente de la mala fe, pues el voluntarismo sincero también constituye otro pecado nacional de enternecedora estupidez. Lo crucial es recordar que el origen de la sabiduría radica en la disposición espiritual a reconocer la ignorancia, mientras que para nuestra filosofía de cafetín, la duda metódica vendría a ser el mito de los irresolutos.

En efecto, se ha elevado a la categoría de dogma de fe y parte de la currícula educacional imprescindible del pueblo, la convicción de que la experiencia, la competencia y la capacidad, carecen de toda relevancia ante el mérito de la pasión, exclusivamente peronista.

La cuestión se agrava cuando se trata de dirigir un país de la escala de lo que ha sido y debería volver a ser la Argentina, pues suele pasarse por alto que, no basta saber manejar un vehículo cuando se trata de conducir uno de Fórmula 1 y triunfar en un gran premio internacional, que es la liga donde debería participar nuestro país, a menos que nos resignemos a dirigentes amateurs y a continuar compitiendo en las carreras del pueblo.

Por el contrario, lo que nuestro país requiere, en todos sus ámbitos y niveles, es de dirigentes idóneos y de equipos expertos al más alto nivel que exige el competitivo mundo actual, tal como lo exige la Constitución Nacional y el sentido común.

(*) Diplomático de carrera y miembro del Club Político Argentino y de la Fundación Alem.


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