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Argentina en un mundo gobernado por caprichosos

Como acaban de aprender Zelensky, Macron y Starmer, para ahorrarse una crisis mayúscula hay que estar dispuestos a masajear el ego sobredimensionado del ocupante de la Casa Blanca.

Como Javier Milei ya se habrá dado cuenta, no es del todo fácil ser un amigo fiel de Donald Trump. Para empezar, hay que estar dispuesto a aplaudir todas sus ocurrencias, por desagradables que sean y, lo que podría ser más importante todavía, a compartir sus fobias aun cuando éstas sean difícilmente comprensibles. Hasta hace muy poco, Milei suponía que Trump apoyaba a Ucrania en su lucha a muerte contra el expansionismo ruso; al enterarse de que se había equivocado, modificó la política exterior de la Argentina  alejándose enseguida de Volodimir Zelensky.

Para Trump, todo es personal. A diferencia de otros líderes políticos, entre ellos Milei, apenas finge inspirarse en alguna doctrina o ideología más o menos coherente. Su actitud es la de un hombre de negocios. Si algo le parece ventajoso en términos materiales, lo hará sin preocuparse por el desprestigio que podría ocasionarle. Desde el punto de vista de Trump, Rusia es un país mucho mayor que Ucrania y por lo tanto le sería provechoso aliarse con Vladimir Putin, sobre todo si le permite vengarse de Zelensky que, cree, colaboró con sus enemigos del Partido Demócrata cuando trataban de arruinarlo enfrentándolo con un juicio político.

A Trump le gustan los líderes fuertes, hombres como Putin, el chino Xi Jinping y, hasta cierto punto, el norcoreano Kim Jong-Un. ¿Y Milei? A pesar del desprecio por las reglas que es una de las marcas de fábrica del libertario, no tiene posibilidad alguna de emular a los autócratas auténticos. A lo sumo, puede esperar que su agresividad verbal, combinada con su voluntad de tomar decisiones difíciles sin pensar en los costos políticos, siga impresionando tanto a su “amigo” norteamericano que lo considere digno de su apoyo financiero.

 Todo sería más sencillo si Trump y sus admiradores en Europa y otras partes del planeta militaban en un movimiento basado en postulados claros pero, a pesar de los intentos de los alarmados por lo que está sucediendo de agruparlos en una “nueva derecha” extremista, lo único que tienen en común es el hartazgo que les produce el statu quo. No son libertarios ni fanáticos del rigor fiscal. Tampoco son enemigos jurados del estatismo aunque, claro está, muchos lo son de las burocracias permanentes que se han formado en sus países.

La popularidad extraordinaria de Milei en el mundillo de la “nueva derecha” no se debe a sus ideas económicas, que pocos comprenden muy bien, sino a su manera belicosa de atacar a “la casta” local que, como sus equivalentes en el resto del mundo, se ha apoderado de una proporción excesiva de los recursos disponibles, de tal modo perjudicando a la mayoría que se siente víctima de una estafa.

Aunque todos están reaccionando ante las consecuencias tanto económicas como culturales de la hegemonía prolongada de “elites” supuestamente progresistas, ello no quiere decir que sea lo mismo lo que tienen en mente. Son nacionalistas que automáticamente privilegian los intereses inmediatos de su propia comunidad que, dicen, gobiernos de otro signo suelen subordinar a proyectos universalistas que justifican con alusiones al bien del género humano en su conjunto.

Se trata, pues, de una ofensiva contra el globalismo de quienes están a favor de la inmigración descontrolada, la desindustrialización y otros fenómenos que, por cierto, no han contribuido nada a la cohesión social de los países desarrollados más afectados.

El  deseo de Milei de ubicar la Argentina en la esfera de influencia de Estados Unidos no carece de lógica. Sin embargo, el que el presidente actual de la superpotencia sea un personaje tan veleidoso y combativo como Trump acarrea muchas dificultades.  Como acaban de aprender Zelensky y, de manera menos humillante pero así todo penosa el francés Emmanuel Macron y el británico Keir Starmer, para ahorrarse una crisis mayúscula hay que estar dispuestos a masajear el ego sobredimensionado del ocupante de la Casa Blanca.  Por una cuestión de dignidad, es algo que el ucraniano se resistió a hacer con la abnegación necesaria, un “error” que podría costarle muy caro.

Trump es un especialista en repartir entre los demás gobernantes pretextos para odiarlo. Les tiende trampas en que hasta los amigos más leales de Estados Unidos, como sus vecinos canadienses, pueden caer en cualquier momento. ¿Será capaz Milei de continuar siendo el mejor amigo latinoamericano de Trump sin verse obligado a asumir posturas que terminen desprestigiándolo a ojos no sólo de quienes ya no lo quieren sino también a los muchos que, hasta ahora, se han inclinado por pasar por alto su conducta rufianesca por entender que, a pesar de todo, sigue siendo preferible a las alternativas ofrecidas por “la casta” tradicional?


Como Javier Milei ya se habrá dado cuenta, no es del todo fácil ser un amigo fiel de Donald Trump. Para empezar, hay que estar dispuesto a aplaudir todas sus ocurrencias, por desagradables que sean y, lo que podría ser más importante todavía, a compartir sus fobias aun cuando éstas sean difícilmente comprensibles. Hasta hace muy poco, Milei suponía que Trump apoyaba a Ucrania en su lucha a muerte contra el expansionismo ruso; al enterarse de que se había equivocado, modificó la política exterior de la Argentina  alejándose enseguida de Volodimir Zelensky.

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