Orgullo en tiempos de odio: resistir también es amar

El mes del orgullo es una memoria viva. Es el eco de una historia de resistencia contra el odio, de cuerpos que dijeron “basta” y de comunidades que, a pesar del dolor, el estigma y la invisibilización, siguen celebrando su derecho a existir tal como son.

Por Federico Sacchi | Especialista en Masculinidades y Cambio Social, Facilitador de Procesos Colaborativos, Mediador y RRPP. Vive y trabaja en Neuquén.


El 28 de junio de 1969, en el Stonewall Inn, un bar del barrio neoyorquino de Greenwich Village, la policía volvió a hacer lo que hacía habitualmente: hostigar, humillar y arrestar a personas por ser lesbianas, gays, travestis o trans. Pero esa madrugada, la comunidad respondió. Lo que siguió fueron días de revuelta, con la rabia acumulada por años de persecución transformándose en acción política. Allí nació lo que hoy entendemos como el movimiento moderno por los derechos LGBT+.

Un año después, en ese mismo día, se realizó la primera marcha del Orgullo. Fue una manifestación, una declaración pública de existencia en un mundo que intentaba borrarlas. Hoy, esas marchas son parte del ADN de junio, y siguen siendo un acto profundamente político.

En Argentina se marcha en noviembre: memoria, salud y resistencia


En nuestro país, la Marcha del Orgullo se realiza cada noviembre por razones que combinan memoria histórica, salud y estrategia política. En primer lugar, noviembre conmemora la fundación de “Nuestro Mundo”, el primer grupo de diversidad sexual de Argentina y América Latina, creado en 1967. Este colectivo fue pionero en la defensa de los derechos LGBTIQ+ en la región.

Fotos gentileza.-

Además, la elección de noviembre responde a consideraciones de salud pública. Durante la década de 1990, en plena crisis del VIH/sida, se decidió trasladar la marcha a noviembre para evitar la exposición al frío de junio, protegiendo así a las personas con sistemas inmunológicos comprometidos .

Orgullo no es vanidad: es afirmación de vida


El nombre “Orgullo” no es casual. Se lo debemos a activistas como Brenda Howard, quien entendió que lo contrario de la vergüenza no es la tolerancia, sino el orgullo: una postura activa frente a un sistema que históricamente enseñó a las diversidades a esconderse, a callar, a odiarse a sí mismas.

Ser orgullo no es soberbia: es autodefensa. Porque todavía en muchos rincones del mundo —y también en nuestras propias ciudades— ser una persona LGBT+ implica riesgos concretos. Implica estar en exposición a la violencia, al rechazo familiar, a la discriminación laboral, o a la patologización de la identidad.

En tiempos de ajuste, odio y cinismo: resistir es amar


Este año, el Orgullo nos encuentra en Argentina bajo un gobierno que ha decidido desfinanciar políticas públicas de igualdad, cerrar organismos de derechos humanos, despedir trabajadores estatales, desmantelar áreas clave de género y diversidad, y reivindicar discursos que nos retrotraen a lo peor del conservadurismo.

Las declaraciones oficiales que niegan la existencia de las personas trans, que desprecian el lenguaje inclusivo o que atacan a activistas con burla y desprecio no son errores sueltos: son parte de una narrativa de exclusión, que busca borrar décadas de conquistas logradas por la lucha colectiva de la ciudadanía.

En ese contexto, levantar las banderas del Orgullo no es sólo una conmemoración: es una acción política. Es recordar que lo conquistado fue a fuerza de cuerpos en la calle, de alianzas improbables, de redes solidarias, de abrazos que sostienen. Y que nada, absolutamente nada, nos fue regalado.

¿Y las personas heterosexuales? Sean aliadas, no espectadoras


Participar del Orgullo no exige ninguna identidad específica. Las puertas están abiertas para todas las personas que creen en la igualdad real. Ser una persona aliada es escuchar sin juzgar, es usar el propio privilegio para amplificar las voces que aún son silenciadas. Es comprometerse con un mundo donde nadie tenga que explicar quién es para que se le respete.

Orgullo es memoria, pero también futuro


La bandera arcoíris, diseñada en 1978 por Gilbert Baker, simboliza la diversidad dentro de la comunidad LGBT+. Hoy existen decenas de banderas que representan otras vivencias: bisexualidad, pansexualidad, transidentidades, asexualidad, intersexualidad, entre muchas más. No es un capricho de etiquetas: es un lenguaje de visibilidad y resistencia.

En 2016, el sitio del Stonewall fue declarado monumento nacional. Un gesto que reconoce que lo que ocurrió allí cambió la historia. Pero el reconocimiento simbólico no basta si no se traduce en políticas concretas: cupo laboral travesti-trans, acceso real a la salud, educación con perspectiva de derechos, leyes que cuiden y no castiguen.

Este junio, más que nunca: orgullo, unidad y resistencia


Frente al ajuste, el odio y el negacionismo, la respuesta es la comunidad organizada. Las identidades disidentes no están solas. Y no van a estarlo. Este junio, recordamos que los derechos humanos no se discuten. Se defienden. Se ejercen. Se amplían.

Que el Orgullo no sea sólo un mes, ni una marcha, ni un eslogan. Que sea una forma de vivir, de construir comunidad, de caminar, en hermandad, hacia un país donde nadie quede afuera.


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