Una cuestión de previsibilidad


Los pueblos pueden superar dificultades si cuentan con líderes en quien confiar porque dan certezas y hablan con honestidad.


Milei propone el uso de la «motosierra» en el Estado.

Luego de recibir las insignias presidenciales, entre ellas un bastón de mando con cinco perros tallados, Javier Milei se afirmó resuelto a llevar a cabo un ajuste feroz destinado a reducir drásticamente el tamaño del Estado, lo que no sorprendió a nadie ya que, a diferencia de todos sus antecesores recientes en el cargo, en el transcurso de la campaña electoral se había comprometido una y otra vez a pulverizar el déficit fiscal, frenar la maquinita de imprimir billetes coloridos que valen cada vez menos y podar el gasto público con una motosierra.

En su caso, un mensaje que a juicio de los expertos en campañas proselitistas sería suicida funcionó maravillosamente bien porque la mayoría coincide en que, además de costar un dineral, el Estado es penosamente ineficaz.

Lejos de atraer a los más talentosos, la administración pública y otras entidades estatales están atiborradas de mediocridades politizadas, los célebres “ñoquis” que hoy en día ni siquiera tienen que acudir a sus presuntos lugares de trabajo para cobrar porque su remuneración mensual se ve depositada automáticamente en su cuenta bancaria.

¿Cumplirá el presidente Milei con lo que ha prometido? De tratarse de un político normal, estaría dispuesto a negociar excepciones a cambio de apoyo parlamentario y paz laboral. Sin embargo, da a entender que, a diferencia de sus antecesores, será inflexible.

Como la primera ministra británica Margaret Thatcher, que se ufanaba de ser “una política de convicción” y que impulsó una serie de iniciativas liberales que tendrían un impacto fuerte no sólo en el Reino Unido sino también en muchos otros países occidentales, Milei insiste en que no hay alternativa a lo que se ha propuesto hacer y que por lo tanto sería inútil pedirle aflojar.

Estará en lo cierto el economista Juan Carlos de Pablo, que es un amigo personal de Milei, cuando señala que mucho, muchísimo, dependerá de la credibilidad del nuevo presidente de la República.

Plantea que si casi todos, comenzando con los empresarios, toman lo que dice al pie de la letra, la ordalía que le espera al país podría ser decididamente más breve que la prevista por el mandatario mismo, pero que si pronto se difunde la sospecha de que, por las razones políticas habituales, en verdad no es tan duro como le gustaría hacer pensar, resultaría ser incapaz de impedir que el país sea devastado por el tsunami hiperinflacionario que lo amenaza.

El gradualismo macrista fracasó en buena medida porque Juntos por el Cambio, consciente de su debilidad legislativa, se sentía obligado a alcanzar acuerdos con los beneficiados por el orden corporativo existente.

Para ahorrarse problemas en el Congreso y tranquilizar a los belicosos sindicalistas y los piqueteros, Mauricio Macri optó por administrar el modelo socioeconómico vetusto que heredó con la esperanza de reformarlo poco a poco sin molestar demasiado a sus defensores.

Si bien logró algunas mejoras significantes, no le fue dado desmantelarlo y terminó entregándolo virtualmente intacto al trío conformado por Cristina Kirchner, Alberto Fernández y Sergio Massa, los que, sin tener en mente nada parecido a un “plan” coherente, procedieron a provocar el desastre descomunal que posibilitó el triunfo electoral de un hombre tan llamativamente extravagante que, de haber sido otras las circunstancias, nunca se hubiera acercado a la Casa Rosada y la residencia de Olivos.

Los pueblos pueden superar dificultades inmensas cuando cuentan con líderes en que la mayoría confía porque les da certezas, hablándole con honestidad y explicándole con claridad lo que tendría que hacer para alcanzar sus objetivos.

Es ésta la estrategia elegida por Milei en base a un conjunto de ideas que aquí parecen exóticas pero que en los países ricos están tan incorporadas al sentido común que hasta la izquierda democrática las respeta.

Lo que el nuevo presidente quiere hacer es revigorizar una sociedad alicaída administrándole un shock de realidad para que los inversores, tanto los nacionales como los de otras latitudes, reconozcan que la Argentina sí ha cambiado y que sería de su interés participar cuanto antes de su renacimiento.

Es una apuesta arriesgada, pero las alternativas supuestas por variantes de más de lo mismo, o sea, por una decisión colectiva de resignarse a un futuro miserable dominado por sujetos corruptos o, si no lo son, inoperantes, son tan derrotistas que es fácil entender el entusiasmo desbordante de las decenas de miles de jóvenes que lo vitoreaban cuando les hablaba del ajuste que nos aguardaba.

No es que sean masoquistas, sino que entienden que, a menos que el país cambie mucho, tendrían un futuro que sea aún más plomizo y humillante que el presente.


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