Por qué mando a mis hijos a la escuela pública

PABLO PINEAU (*)

En los últimos tiempos la noción de “escuela pública” ha vuelto a ser objeto de viejas y nuevas discusiones. El imaginario neoliberal y mercantilista heredado de fines del siglo XX fue capaz de revertir concepciones históricas de larga data y de construir una nueva noción acorde con sus concepciones basada en “servicios”, “consumidores inteligentes”, “competitividad” y “satisfacción garantizada”. Según éstas, la “escuela pública” es una de las tantas opciones a las que las familias pueden inclinarse para satisfacer sus gustos y pareceres pedagógicos. Lo “público” no se relaciona –como en los modelos previos– con el ejercicio de los derechos garantizados por el Estado sino con la posibilidad de “elegir” libremente entre las distintas opciones presentes en las góndolas del supermercado educativo. A mi parecer, detrás de este discurso que postula “libertades”, “respeto” y “seguridades” se oculta una versión limitadora de las posibilidades de la educación para formar sociedades más justas e integradas y avanza en la construcción de sociedades fragmentadas en guetos con poca comunicación entre ellos. Una escuela que sólo enseña lo que los alumnos ya saben que quieren aprender, que sólo se propone satisfacer intereses y cosmovisiones preexistentes y no ampliarlas o generar otras, limita las posibilidades educativas de “abrir el mundo” a las nuevas generaciones para encerrarlas en espacios predeterminados en los que se cercena la aparición de lo distinto. Parece necesario, entonces, construir una noción de escuela pública que, a la vez que recupere nuestras tradiciones democráticas al respecto y la inscriba en el terreno de los derechos básicos, incorpore nuevos valores como la tolerancia y la diversidad cultural. Diversos estudios actuales señalan que la infancia contemporánea ha cerrado mucho el rango de sus experiencias, por lo que debe ser política oficial generar espacios donde se amplíe el repertorio. De acuerdo con esto, la condición de “púbico” de la escuela debe vincularse con la generación de espacios en los que alumnos y docentes interactúen con gente distinta de sus ámbitos de origen familiar, social y cultural. En mi caso, uno de los motivos principales por los que mando a mis hijos a la escuela pública es que creo que allí pueden tener la posibilidad de conocer gente que piensa totalmente distinto que yo, que hace cosas que yo no haría y que no entiende o no comparte mis puntos de vista. No quiero que esto suene como un alegato romántico de propaganda multicultural. Es bastante posible que mis hijos sean como yo y hasta que de adultos lleguen a mofarse de las prácticas de los “otros”, pero al menos las conocieron y compartieron; esos “otros” no fueron sólo imágenes de noticieros o tema de estudio de investigaciones sociológicas. Se vuelven “sujetos” y no “objetos”, con los que pueden crear un “espacio común” –idea un tanto olvidada durante el reinado del neoliberalismo y absolutamente necesaria para construir sociedades justas–, pueden darse cuenta de que, más allá de las diferencias, comparten con ellos la condición humana, entienden que tienen sus destinos unidos por más garitas que pongan en las puertas de entrada. Todo el arte del siglo XX, desde la literatura al cine, recrea esa sensación mágica de ir a los espacios públicos a encontrarse con los distintos: entre otros, el paseo de los fines de semana “al centro” o a la plaza, los amores entre ricos y pobres, entre cultos e incultos, entre urbanos y campesinos iniciados en trenes, tranvías, paradas de colectivos y calles peatonales y las amistades forjadas en la escuela que acompañan a los sujetos toda la vida son ejemplos de esa situación potenciada por compartir espacios comunes con los otros en igualdad de condiciones. Uno puede ir a un lugar a escuchar lo que ya sabe e irse más convencido o ir a un lugar a escuchar algo nuevo e irse más rico. Para mí, eso debe ser la escuela pública y por eso se me pianta un lagrimón cada vez que veo a mis hijos en guardapolvo blanco entrando a la escuela, igualados con algunos compañeros que tienen padres con los que yo no podría hablar más de 30 segundos y que pueden mostrarles mundos que yo ni siquiera sospecho que existen. (*) Doctor en Educación. Profesor de la UBA


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