Pueblos en movimiento

por James Neilson

Ya que los europeos colonizaron medio planeta, desplazando a los nativos en Oceanía, en el norte de Asia y en buena parte de América, no tienen ningún derecho moral a quejarse por la llegada a sus propios países de millones de africanos, asiáticos y latinoamericanos, sean éstos últimos blancos o de cualquier otra raza. Sin embargo, aunque a muchos herederos de aquellos exploradores, conquistadores y colonos les encanta denunciarlos desde un enfoque ético, escasean los dispuestos a poner en riesgo su propio bienestar. Es reconfortante poder deplorar la arrogancia y la crueldad de nuestros antecesores que a sangre y fuego difundieron por el mundo su estilo de vida, pero no lo sería en absoluto aceptar la pérdida de lo que crearon. Así pues, aunque los europeos temen que si por fidelidad al discurso actual de la mayoría de sus dirigentes políticos e intelectuales se permitieran colonizar a su vez por gentes de sus ex colonias o protectorados, el resultado sería la tercermundización de la Unión Europea, muchos dirigentes serán reacios a defender lo que tienen contra «el aluvión» de africanos que según se dice está acercándose a sus fronteras porque no les gusta violar lo que en teoría por lo menos son sus propios principios.

Desdichadamente, no es posible conciliar las pretensiones éticas que están en boga en Europa, Estados Unidos y las Américas con los intereses concretos de los pueblos que los habitan. En un mundo mejor, todos estarían libres para mudarse al país que les pareciera más atractivo, pero puesto que en la actualidad cruzar continentes y océanos es muchísimo más fácil que en el pasado, de aceptarse este corolario lógico de la globalización, el resultado sería sin duda alguna el caos. Sólo en Africa, quienes aprovecharían una oportunidad para escapar de los horrores de la vida cotidiana trasladándose a Europa o Estados Unidos se contarían por decenas de millones si no fuera porque los más entienden que sus anfitriones en potencia los rechazarían. Desde el punto de vista de aquellos europeos que si bien no quieren que hayan más inmigrantes de países remotos juran ser tan tolerantes como el que más, la reacción durísima de los marroquíes, soldados de un país que también está exportando gente en gran escala, en Melilla y Ceuta habrá tenido el mérito de enviar a los malienses, senegaleses y otros un mensaje inequívoco.

Para que las fronteras perdieran su importancia, sería necesario que se redujeran al mínimo las diferencias económicas y políticas entre los diversos países, pero en tal caso los únicos dispuestos a probar suerte en un lugar que les es ajeno serían los motivados por sus intereses particulares o el gusto por lo exótico, de suerte que la inmigración dejaría de ser un problema. Como tantos italianos y españoles antes de 1960, y muchos argentinos cuando la economía se desplomaba en 2002, los africanos quieren emigrar porque creen que para tener un futuro digno les será forzoso escapar de un presente insoportable.

A diferencia de emigrantes de otras generaciones, empero, si logran afincarse en Europa no se sentirán obligados a adaptarse a la cultura local. Por una combinación de benevolencia y de hostilidad hacia su propio país, desde hace años las autoridades locales, asesoradas por activistas políticos, no impulsan la integración plena por suponerla una manifestación de arrogancia, cuando no de racismo de reminiscencias imperiales. Huelga decir que las víctimas principales de tanta amplitud de miras son los inmigrantes, que quedan marginados de por vida, atrapados en una sociedad que no se respeta a sí misma, y sus hijos que por motivos muy comprensibles se sienten injustamente discriminados. En este ámbito, nuestros mayores obraron con más sensatez. Puede que en ocasiones fuera ridícula la patriotería oficial que fue típica de la Argentina cuando era un país de inmigración desde Europa, pero es innegable que los esfuerzos por instruir a los descendientes de los recién venidos acerca de los esplendores de la argentinidad sirvieron para que el país asimilara a millones de personas sin demasiadas dificultades.

Andando el tiempo, España e Italia se enriquecieron y la Argentina se depauperó de modo que la corriente migratoria cambió de mano, pero a menos que Europa experimente una catástrofe apocalíptica no hay ninguna posibilidad de que lo mismo suceda con su relación con Africa y el mundo árabe. Por el contrario, es más que probable que en los años próximos se haga más llamativo el contraste entre el bienestar europeo por un lado y la miseria y violencia tercermundista por el otro. Y, para agravar la situación, las grandes comunidades africanas y musulmanas ya establecidas en Europa no podrían sino protestar con amargura contra la voluntad de sus anfitriones de impedir el ingreso de sus congéneres. De prestar más atención los gobiernos europeos a los voceros de dichas colectividades que a los nativos, éstos reaccionarán castigándolos en las urnas, como en efecto hicieron en Francia y Holanda cuando se rebelaron contra sus respectivas elites políticas para votar en contra de lo que iba a ser una constitución paneuropea. Entre los temas que más agitaban a los galos estuvo el supuesto por la hipotética entrada de Turquía, un país que pronto tendrá más de ochenta millones de habitantes mayormente musulmanes, en la Unión Europea. Aunque los turcos se parecen mucho a sus vecinos europeos, terminarán excluidos del club que a juicio del grueso de sus miembros nunca debería haberles hecho imaginar que si se comportan mejor serán admitidos.

Por idealismo y también por la actitud resueltamente «autocrítica» de quienes dominan los medios de difusión más prestigiosos y por lo tanto contribuyen a formar el clima de opinión, las élites europeas propenden a subestimar la importancia de las diferencias culturales entre los diversos grupos humanos. Mientras que en otras épocas los europeos las exageraban, ubicándose a si mismos en la cúspide de la pirámide antropológica, en la actualidad tratan a todos como si no fueran sólo iguales sino también virtualmente idénticos. Desde luego que éste no es el caso. Tampoco lo es la noción de que debería ser perfectamente natural que colectividades de orígenes radicalmente distintos convivan amablemente. Sería muy bueno que fuera así, pero la historia de nuestra especie muestra que a menos que se reconozca la supremacía de un grupo, que puede incluir a todos los formados por una cultura determinada, conflictos violentos no tardarán en estallar. En Francia, los dirigentes políticos son conscientes de esta realidad, pero están perdiendo la batalla para transformar a los cinco o seis millones de habitantes musulmanes en franceses auténticos. Por su parte, los británicos, golpeados por los atentados islamistas de julio en el subte y las calles londinenses, están en vías de abandonar el «multiculturalismo» según el cual todas las culturas, por brutales y opresivas que fueran, son iguales y deberían conservarse, pero no les resultará sencillo remplazarlo por algo que sea menos divisivo.

En muchos sentidos, el mundo está achicándose. La televisión, las computadoras y ahora los teléfonos celulares, además del turismo, ayudan a brindar la ilusión de que hasta los países más remotos están a pocas horas de distancia. No cabe duda de que la sensación de proximidad posibilitada por la tecnología contribuyó y a la huida de grandes contingentes de alemanes orientales y al colapso del Imperio Soviético. Sería asombroso que el mismo fenómeno, potenciado por el desarrollo vertiginoso de las comunicaciones electrónicas, no afectara a los africanos, árabes y otros que todos los días son informados que la vida en Europa es incomparablemente mejor que en su propio país. Es de prever, pues, que cantidades cada vez más grandes de desesperados sigan tratando de romper las murallas de la fortaleza europea, y que sus defensores asuman actitudes que son cada vez más agresivas.


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