Que la muerte no se entere

Le venía escapando a la tarea hasta que coincidió que mi hermano vino de visita una semana con la insistencia de mamá de que eligiéramos algunas de las cosas de papá para llevárnoslas como recuerdo.

En los museos siempre insistimos mucho con que la gente done sus cosas para nuestras colecciones. Los objetos cuentan historias si estamos dispuestos a preguntar y a escuchar. Desde este sábado, que me traje a mi casa un puñado de objetos que fueron de papá, agradezco y admiro mucho más a quienes se desprenden de sus recuerdos para que otros conozcan más sobre los hechos que les tocó vivir, y estoy más convencido del poder mágico de las cosas. No necesariamente un papel, un pedazo de madera o de hierro retienen algo de una persona. Pero pueden convocar a que nuestros recuerdos construyan un puente con ellos. Los objetos, entonces, son ese pliegue del tiempo donde los vivos y los muertos se encuentran.

Ahora tengo guardados en una cajita dos pares de gemelos que seguramente nunca voy a usar, pero que eran de él, y un prendedor de solapa de Auto Unión, la automotriz para la que papá trabajó y de la que nos habló hasta el cansancio cada vez que se preguntaba “qué le había pasado a este país”. En el escritorio tengo la lupa que fue de mi abuelo, con la que aprendimos a ver la filigrana de las estampillas, y a quemar hojas en General Rodríguez. ¡Ah! Y me traje la cabeza oxidada del hachita, que por aquel entonces y como era muy chico papá no me dejaba usar. Algún día pienso limpiarla, ponerla a punto y usarla para podar.

Siempre estuve enojadísimo porque no me había podido guardar ningún recuerdo de mi abuelo Mauricio, su suegro. Ahora tengo en la biblioteca una cámara fotográfica Olympus que fue de él. Y aunque a gatas me defiendo con las tareas manuales más básicas, me traje un hermoso berbiquí que era de mi bisabuelo, que ya llamó la atención de mi hija menor y mis sobrinos con su manivela y la precisión de sus engranajes.

Me quedé con una daga curva con su vaina. En la empuñadura, de madera, en algún momento hubo engarzadas unas piedras, que ya no están. Durante años estuvo colgada de adorno. De su procedencia, mi hermano tiene una versión y yo otra: según él, era de mi abuela, valenciana, que la trajo al venir a la Argentina. La que yo recuerdo, contada por mi padre, es más heroica (confieso que es la que más me gusta, pero la más improbable): es que se la había regalado un polaco combatiente de la Segunda Guerra Mundial que se la había traído del norte de África. Pasa que papá era bastante dado a inventar y exagerar. Como sea, ahora está en el estante donde tengo “Los siete pilares de la sabiduría”, de T. E. Lawrence, y la magnífica biografía que sobre él escribió Robert Graves. Si botín de guerra o recuerdo de emigrante, ya no importa.

Mi abuelo paterno era alemán, y mi padre tuvo lo que imagino la típica educación de alguien de esa comunidad en la Villa Ballester de los años 40. No sé por qué nunca nos quiso enseñar el idioma; tampoco se lo pregunté en su momento. Pero me traje algunos libros que marcan ese origen, todos religiosos. Sé de qué tratan, sé cómo los exploré cuando era chico imaginándome historias alrededor de sus ilustraciones. Puse en la biblioteca, bien a la vista, una colección de historias del Nuevo Testamento cuyas ilustraciones me atrapaban. Un hermoso libro de tapas rojas con un recuadro verde y siluetas blancas, los colores de la Navidad: Biblische Geschichten von Unsern Herrn Jesus Christus. Así como me gustaban, los dibujos me hacían morir de miedo: sobre todo la escena de la crucifixión y la del descenso de Jesús al sepulcro. Pasé noches en vela con ese cuerpo blanco y fláccido ante mis ojos. Fue uno de los tantos libros que vaya a saber por qué tenía que ver a escondidas. Ahora ya aprendí que en realidad es todo tanto más sencillo, y patéticamente anónimo y triste.

Me traje un cancionero de villancicos: Deutsche Weihnachtslieder, un Padrenuestro (Das Vater Unser) con las típicas imágenes de haces de luz derramándose sobre un piadoso orante y una antología de cien canciones populares con sus partituras, un Volkslieder Album. Escribo los títulos en alemán como para recordar a mi padre leyéndolos en su idioma, o para enhebrar el hilo de mi vida en una aguja que estuvo guardada mucho tiempo, que por algún motivo que desconozco él no quiso utilizar para zurcir su historia con las nuestras.

Saco los libros que ahora son míos de los estantes. Los abro, los hojeo y no los entiendo. Porque están en gótico, porque no sé el idioma, pero sobre todo porque son un símbolo de todas las cosas que no hablamos y que ya no podremos hablar nunca. Tengo también la Biblia que les regalaron a mis padres el día que se casaron, el 27 de marzo de 1964. Está dedicada por el pastor que los casó, un tal Kaufmann, que incluye dos versículos del “Libro de Rut”: “No me ruegues que te deje y me aparte de ti, porque a donde quiere que tú fueres iré yo, y dondequiera que vivieres, viviré”.

Así es. Me doy cuenta de que los objetos que elegí, que ahora son míos, son para que tenga recuerdos de mi padre, pero hablan tanto de su historia como del papá que yo me quiero armar, que tiene tanto del que fue como del que no tuve. De a poco descubro que hay muchas cosas que no voy a poder saber nunca, y que por eso mismo, papá, vamos a tener que seguir conversando.

Los objetos cuentan historias, pero sobre todo si estamos dispuestos a escuchar. Sirven, como en el hermoso “El ciudadano de mis zapatos”, de Luis Pescetti, para “que la muerte no se entere” que seguimos hablando con nuestros muertos.

Admiro a quienes se desprenden de recuerdos para que otros sepan más sobre los hechos que les tocó vivir (…) Los objetos son ese pliegue del tiempo donde los vivos y los muertos se encuentran.

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Admiro a quienes se desprenden de recuerdos para que otros sepan más sobre los hechos que les tocó vivir (…) Los objetos son ese pliegue del tiempo donde los vivos y los muertos se encuentran.

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