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Columna semanal

EL DISPARADOR

Isidoro Reyes frena su bicicleta en la esquina. Un auto lo deja pasar. Vuelve a pedalear, pero frena de golpe al ver que acelera otro auto que va en sentido contrario. La señora, que casi lo atropella, le grita algo que él no llega a comprender. Igual, deduce que lo están insultando, porque la mujer le enseña su dedo mayor levantado, apuntando al cielo, con el resto de los dedos cerrados en puño.

Un segundo después, Reyes vocifera una catarata de groserías. Una madre joven, que camina de la mano con su hijo por la vereda, hace un mueca que evidencia su incomodidad. Pero Reyes no la ve, está enceguecido. Solo tiene ojos para una cosa: el auto de la señora que casi lo atropella está a una cuadra, detenido en un semáforo. Todo dura un segundo.

Alcanzarla y reventarle el parabrisas con la cadena que usa para atar su bicicleta. Obligar a la señora a bajar del auto. Insultarla y, para asustarla, amenazarla con incendiarle el auto. Y no solo porque la mujer no haya tenido la gentileza de haberle cedido el paso. Lo desencaja que lo haya insultado impunemente, de forma gratuita, después de que casi lo atropella.

Reyes está convencido de lo que pasó: “Ella se puso nerviosa porque uno le tocó bocina, yo lo vi. Entonces, se descargó conmigo que estaba por cruzar”. Se imagina dándole esa explicación a un policía que irremediablemente intercedería.

El semáforo cambia a verde y el auto de la señora se esfuma. Mientras, Reyes sigue en la misma esquina. Tras reprimirse, suspira. Intenta exhalar la impotencia. Vuelve a pedalear y llega a la estación de tren justo a tiempo. Apura el paso, entra al furgón y, donde puede, acomoda la bicicleta. Tres estaciones después, cuando parece que ya no cabe un alfiler, se sigue subiendo gente. De pronto, en un murmullo de fondo, Reyes se da cuenta de que dos tipos están discutiendo.

-¿Qué te pasa? -dice uno grandote, apretado contra la puerta.

-Dije que podrías bajarte en la estación para que la señora pueda salir. Y después te volvés a subir, ¿tanto te cuesta? -le retruca un gordito petiso.

-Un poco más de respeto… estás hablando co-co… co-co… con un… con un cana, eh.

-¿Y mí qué me importa? -sigue el gordito-. Acá somos todos iguales, eh. Y todos estamos viajando igual de mal…

-¿Ah, no te importa? Ya vas a ver cuando lleguemos a la próxima estación -le advierte el grandote-.

Reyes está entremedio de ambos. La situación lo perturba. Se los imagina a las piñas. No sabe bien qué hacer. Duda si vale la pena meterse. Quiere intervenir para hablarle al policía. Sí, está harto. Y, otra vez, todo dura en segundo.

“Disculpe, me llamo Isidoro. ¿Usted, oficial? ¿Se podría identificar? ¿De verdad es cana? Debería darle vergüenza. Con esa panza no puede exigir respeto, si no puede correr a nadie… Le estoy hablando, ¿no va a responder? Dale, no sea tan cara dura, ¡míreme! ¿Sabe qué? Apenas llegue el tren a la próxima estación, busco un policía de verdad y denuncio que un tipo, vestido de civil, dice ser cana y amenaza a los pasajeros del tren. Usted es un impresentable”.

Terminado el monólogo interior, Reyes se baja del tren. Se sube a la bicicleta y pedalea para volver a su casa, intentando concentrarse en el canto de los pájaros.

Juan Ignacio Pereyra (pereyrajuanignacio@gmail.com)


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