Resistencia empresarial
Si sólo fuera cuestión de rodearse de aplaudidores dispuestos a festejar todas sus ocurrencias, al presidente Mauricio Macri le resultaría muy fácil congraciarse con los prohombres del empresariado nacional. Le sería suficiente premiar a los expertos en mercados regulados más entusiastas con contratos lucrativos, ordenar a la AFIP tratarlos bien y aprobar medidas destinadas a protegerlos de la siempre desleal competencia externa. Pero Macri y los miembros de su equipo económico no se han propuesto defender el statu quo o intentar estimular el eventual surgimiento de la tan esquiva burguesía nacional de las fantasías populistas. Lo que quieren es impulsar un cambio modernizador que sería incompatible con las tradiciones corporativistas que son tan caras a los hombres de negocios locales. Piensan más en darles oportunidades para prosperar por entender que lo que necesita el país es un sector empresarial pujante y competitivo que esté dispuesto a correr tantos riesgos como sus equivalentes de Estados Unidos y el norte de Europa que en promover leyes destinadas a permitirles conseguir ventajas a costa del resto de la sociedad, prioridad ésta de algunos lobbistas sectoriales. No extraña, pues, que hasta ahora al menos, a Macri le haya resultado decepcionante la reacción de los empresariados frente a las exhortaciones oficiales para que respalden aquellos cambios que el gobierno cree imprescindibles. Además de aprovechar las circunstancias para aumentar los precios de una multitud de productos, han sido reacios a apostar a la soñada reactivación invirtiendo dinero en sus empresas. Antes bien, han preferido reducir tales gastos por suponer que les convendría prepararse para pasar un largo invierno, lo que, huelga decirlo, es una manera de contribuir a prolongar la recesión.
Muchos dan por descontado que, a diferencia de quienes dependen directamente del Estado, los empresarios suelen ser “liberales” que comparten las ideas de políticos como Macri que creen en las bondades del mercado libre, pero en nuestro país las cosas no son tan sencillas. A juzgar por sus declaraciones y su conducta a través de los años, nuestros empresarios propenden a ser tan populistas como el que más, lo que puede entenderse por tratarse de personas que se formaron en una sociedad cuya cultura cívica se ha visto dominada por distintas variantes ideológicas del credo así supuesto. Por lo demás, la experiencia les ha enseñado que, para sobrevivir, les es preciso privilegiar la relación con aquellos políticos y funcionarios que, de quererlo, podrían hundirlos. Si bien la mayoría comprenderá que es muy poco probable que recuperen el poder los kirchneristas, a muchos empresarios les estará resultando difícil abandonar los hábitos que adquirieron en el transcurso de los doce años últimos. Lo mismo que los gobernadores provinciales e intendentes municipales, están dispuestos a negociar con el Poder Ejecutivo, ofreciéndoles “concesiones” y apoyo a cambio de beneficios concretos. Si Macri se niega a participar del juego de toma y daca que les parece natural, no se les ocurrirá colaborar.
Pero no sólo se trata de otra batalla cultural, una que es forzoso librar porque, a menos que los hombres de negocios se sientan a sus anchas en el mundo capitalista, al país no le será dado evolucionar como han hecho otros en América Latina, Europa y Asia, que, luego de figurar entre los relativamente pobres hasta los años sesenta del siglo pasado, ya lo han superado. También es necesario reconocer que, en la actualidad, pocas empresas son competitivas, es decir, capaces de disputar mercados con sus equivalentes de otros países, sin contar con el respaldo decidido del gobierno. Nadie puede ignorar que, de abrirse por completo el mercado local, muchas empresas nacionales se verían desplazadas muy pronto por norteamericanas, europeas, japonesas, surcoreanas o chinas, lo que tendría consecuencias sociales catastróficas. Así, pues, aun cuando el gobierno de Macri se haya convencido de que, a la larga, una apertura generalizada traería muchos beneficios, no tiene más alternativa que la de proceder con cautela, dosificando la competencia para que no sea excesiva sin por eso resignarse a conservar un “modelo” corporativista que ya ha depauperado al país y que, de mantenerse, le impediría progresar.
Si sólo fuera cuestión de rodearse de aplaudidores dispuestos a festejar todas sus ocurrencias, al presidente Mauricio Macri le resultaría muy fácil congraciarse con los prohombres del empresariado nacional. Le sería suficiente premiar a los expertos en mercados regulados más entusiastas con contratos lucrativos, ordenar a la AFIP tratarlos bien y aprobar medidas destinadas a protegerlos de la siempre desleal competencia externa. Pero Macri y los miembros de su equipo económico no se han propuesto defender el statu quo o intentar estimular el eventual surgimiento de la tan esquiva burguesía nacional de las fantasías populistas. Lo que quieren es impulsar un cambio modernizador que sería incompatible con las tradiciones corporativistas que son tan caras a los hombres de negocios locales. Piensan más en darles oportunidades para prosperar por entender que lo que necesita el país es un sector empresarial pujante y competitivo que esté dispuesto a correr tantos riesgos como sus equivalentes de Estados Unidos y el norte de Europa que en promover leyes destinadas a permitirles conseguir ventajas a costa del resto de la sociedad, prioridad ésta de algunos lobbistas sectoriales. No extraña, pues, que hasta ahora al menos, a Macri le haya resultado decepcionante la reacción de los empresariados frente a las exhortaciones oficiales para que respalden aquellos cambios que el gobierno cree imprescindibles. Además de aprovechar las circunstancias para aumentar los precios de una multitud de productos, han sido reacios a apostar a la soñada reactivación invirtiendo dinero en sus empresas. Antes bien, han preferido reducir tales gastos por suponer que les convendría prepararse para pasar un largo invierno, lo que, huelga decirlo, es una manera de contribuir a prolongar la recesión.
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