Sin sorpresas

Como ya es tradicional, buena parte del país reaccionó ante la difusión de las cifras más recientes relacionadas con la tasa de desempleo con una mezcla de indignación y estupor, como si se hubiera tratado de una novedad a la vez totalmente imprevista y escandalosa. Sin embargo, nadie ignoraba que el guarismo superaría el veinte por ciento y que, en vista de los problemas ocasionados por un default festejado por políticos irresponsables, una devaluación caótica y la destrucción del sistema financiero, la cantidad de personas sin trabajo bien pudo haber sido llamativamente mayor. ¿A qué, pues, debería atribuirse las manifestaciones de «sorpresa»? Acaso a la voluntad de tantos, sobre todo de los integrantes de la clase política, de hacer pensar que no tuvieron nada que ver con el asunto o que, cuando menos, el aumento se habrá debido al apego de otros a teorías económicas que ellos mismos repudian. Así, pues, mientras que la mayoría «progresista» no ha vacilado en achacarlo al «modelo de exclusión», los «liberales» lo han imputado al «populismo».

La falta de trabajo remunerado es un desastre para millones de personas y sería difícil exagerar lo desmoralizadoras que son sus consecuencias, pero tratarlo como una calamidad inexplicable es puro escapismo. Fuera de aquellos países, casi todos anglófonos, en los que el mercado laboral ha sido desregulado, una tasa de desempleo superior al diez por ciento ya es normal. En España, un país que hasta hace muy poco compartía muchas características con el nuestro, la desocupación se estabilizó durante varios años a un nivel rayano al 25%, y sigue muy por encima del diez por ciento. Pues bien: ¿existen motivos para suponer que la Argentina debería haber sido una excepción, que aquí, a diferencia de Europa, una etapa signada por cambios abruptos y, para colmo, un grado de desorganización administrativa realmente insólito, para no hablar de una convulsión financiera con muy pocos precedentes en el mundo entero, no debería haber redundado en la pérdida de muchísimos puestos de trabajo? Desde luego que no.

El desempleo en gran escala es siempre malo, pero aquí las penurias que provoca se han visto agravadas por la resistencia de muchos políticos y sindicalistas a reconocer que era virtualmente inevitable y que por lo tanto les incumbía tomar las medidas correspondientes. A los populistas les convenía dar a entender que la falta de fuentes de trabajo se debía a la malignidad de los partidarios de lo que llamaban el «capitalismo salvaje», o sea, el capitalismo tal y como es en el Primer Mundo. Por su parte, los «liberales» eran reacios a afrontar el problema por comprender que si se animaran a prever un aumento de la tasa de desocupación serían atacados con brutalidad por sus muchos adversarios y también porque el gobierno de turno, siempre denostado por «liberal», no quería ordenar los gastos adicionales que supondría la institucionalización de un seguro nacional contra el desempleo comparable con los ya habituales en los países más avanzados de Europa. Huelga decir que gracias a la miopía sistemática de unos y de otros ya ostentamos un nivel de desempleo cruelmente alto, sin contar con los mecanismos que nos permitirían atenuar su impacto personal y social.

Otra diferencia entre la situación del mercado laboral en nuestro país y aquella de la España de hace poco más de un lustro consiste en que los europeos entendían que era lógico que la «reconversión» privara de sus empleos a millones de hombres y mujeres formados en una sociedad más arcaica, razón por la cual pocos se afirmaron asombrados por el fenómeno. Aquí, por la ceguera de algunos y la cobardía política o intelectual de muchos, casi todos parecen haber imaginado que nos sería dado cambiar mucho sin que nadie pagara ningún costo. Como consecuencia de la negativa así supuesta a hacer frente a ciertas realidades evidentes, estamos pagando los costos de una transformación económica en gran escala sin disfrutar de ninguno de los beneficios de la «modernización» y, a juzgar por las manifestaciones de sorpresa que se hicieron oír no bien el INDEC dio a conocer una cifra que en verdad era menor de lo que la mayoría de los economistas había vaticinado, sigue siendo decididamente débil la voluntad de la clase dirigente de asumir la realidad.


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