Sobre el victimismo que padecemos

HECTOR CIAPUSCIO

Especial para «Río Negro»

No es frecuente toparse con una nota periodística que haga exclamar «Qué distinta, qué desprejuiciada…, ni un átomo de autocensura!» Aunque tampoco es común que entre los del gremio se encomie algo de un colega como un ejemplo profesional, me resulta casi obligado manifestar admiración por el espíritu libre que campea en un suelto publicado en «La Nación» con título «El país stone» sobre los vergonzosos desórdenes a que dio ocasión días antes en el barrio Núñez de la ex Reina del Plata una función de los «Rolling Stones».

   El bocadito se abre con una cita del cantautor español Joaquín Sabina en la que éste comenta, en referencia a festivales masivos y ululantes frecuentes entre nosotros, ciertas modalidades de nuestro «ser nacional». Dice: «Creo que ustedes, los argentinos, están locos.

No hay nada similar en el resto del mundo, y no pasa sólo en la música. Por eso todos los músicos que conozco adoran tocar en Buenos Aires, pero también por eso los psiquiatras se forran los bolsillos con ustedes».

A continuación de la cita el periodista desgrana una crítica mordaz, sin ascos en llamar las cosas por su nombre. De los de la banda rockera dice que son tipos que han hecho muy poco por la música, diez temas buenos en una carrera de cuarenta años con talento musical más bien escaso, que exhiben «su gusto por el tribalismo y su patética adolescencia eterna de sesentones que no saben crecer ni cambiar, de semidioses decrépitos que repiten para la gilada el mismo rito de siempre». Y en cuanto a los vándalos que produjeron destrozos y decenas de heridos, a esos violentos que nos hemos acostumbrado a soportar los ve, quejosos de que no les hubieran dado entrada libre, con el rostro de lo que llama la «República Cromañón» .

   ¿Por qué esa referencia? Es por lo que sigue pasando – según nos abruma una televisión noticiosa que no sabe otra cosa que dar pantalla a lamentos, protestas y piquetes– con las secuelas de aquel infortunio de la discoteca, visibles en el encarnizamiento populista sobre funcionarios 'cabezas de turco' para olvidar o esconder las propias culpas. Se pregunta qué sucedería si alguien sugiriera que los padres de los chicos muertos en Cromañón –especialistas en pedir la silla eléctrica y en escupir a quienes no coinciden con ellos– deberían afrontar sus responsabilidades. Y se admira de que no nos demos cuenta de que esta cultura de la víctima está en cada intersticio de la vida del país, desde la intransigencia de los piqueteros ecológicos de Gualeguaychú hasta los fanáticos de los Stones que no pudieron o no quisieron pagar su entrada pero «se consideraron con derecho inalienable a poner en riesgo a los demás por una noche de satisfaction rolinga». Estas cosas, dice, ocurren porque se ha establecido una cultura de la víctima según la curiosa tesis que postula algo así como «quien sufre algún tipo de discriminación o injusticia tiene derecho, en este país, a todo».

Fernando Iglesias, quien firma la nota, es un ensayista que ha andado mucho por el mundo, que se mueve en círculos de ideólogos progresistas y maneja prosa y razonamientos rigurosos en sustento de opiniones no pocas veces sorprendentes. Esto se ve en su libro «¿Qué significa ser de izquierda?», publicado por Sudamericana en el 2004, que reúne una serie de ensayos sobre política internacional y local. (Para dar sólo una muestra de lo desprejuiciado de las ideas de este escritor heterodoxo, el título de uno de los capítulos de este libro –que tiene un diseño de tapa con la hoz y el martillo en rojo sobre blanco– reza «En defensa de la Modernidad, la Globalización y los Estados Unidos»).

Pues bien –y para entender el background intelectual de la nota comentada– en ese libro también pueden leerse críticas a la autocompasión y el victimismo que socialmente nos afecta. Al de los izquierdistas recalcitrantes que se sienten víctimas de un mundo globalizado por inexorables tecnologías que le perturban sus esquemas ideológicos de comprensión de todo. A los nacionalistas que lloran porque se les borran las fronteras.

A los dirigentes políticos que no dan pie con bola y se lamentan de que desde afuera y desde adentro se les cambian constantemente las reglas del póquer.

A los que adjudican los errores de la sociedad argentina a espectrales agentes extranjeros, servidores de la sinarquía internacional o del imperialismo anglosajón. Y hasta a personajes como Diego Maradona («insoportable en lo público como la mayoría de quienes lo idolatran»), a quien atribuye una «omnipotencia megalomaníaca paradójicamente unida a un delirante victimismo» y al que asigna –apuntando que los ídolos que una sociedad elige nunca son casuales o gratuitos– nada menos que la categoría de icono nacional.


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