Dictadura en Neuquén: el secuestro del periodista Enrique Esteban y la gesta que enfrentó el miedo

Dos referentes de aquellos años dialogaron con RÍO NEGRO para recordarlo en esta fecha: 24 de Marzo. Repaso de un proceso emblemático que dejó una enseñanza para los más jóvenes del oficio periodístico.

Enrique el de lentes gruesos y barba. El “Gordo” con cariño, el novio, el militante peronista. El estudiante de la facultad en La Plata, que tiempo después en Neuquén, no dudó en abrirle la puerta de su casa a esa compañera que temblaba, sobreviviente de la picana. El que fue hasta la pensión a buscarle algo de ropa con un amigo y hasta le compró un pasaje para que ella se refugie en su tierra natal. El que juntó plata para ayudar a otro joven que escapaba de los represores, aún sin conocerlo. El que también padeció la tortura, pero se lo guardó ante sus propios hijos, para cuidarlos. Como bien lo dicen los archivos, no fue el único de su entorno que lo vivió, pero no todos tuvieron su suerte ni su grupo de apoyo, por eso se volvió emblema de una época de empuje colectivo, más allá de las diferencias. 45 años después, dos amigos del oficio, Walter Pérez y Bernardo Guerra, lo recordaron para seguir construyendo memoria.

“El amor libera a los prisioneros”, dijo Violeta Parra y en esta historia eso se cumplió, porque fueron muchos los que abrazaron la causa del periodista Enrique Esteban, corresponsal en la zona del diario “Clarín”, para evitar que la oscuridad se lo tragara del todo.

En la región y más allá también, en las grandes ciudades, otros cronistas como él, preguntaron por su paradero a cuanto funcionario y militar entrevistaron, aún con el riesgo de que se lo tomara como una provocación, porque los medios de comunicación convivían con la censura, los interventores y peor aún, los “informantes”, que llevaban y traían datos de sus propios colegas, hasta la mesa de los militares. Por citar un ejemplo, Enrique había tenido que compartir el ámbito de LU5 con Raúl Guglielminetti (apodado el Mayor Guastavino), un “civil” que hacía de periodista deportivo, pero que en realidad era parte del servicio de inteligencia y de la Triple A, hoy condenado en la causa “La Escuelita”. “Sabíamos que trabajaba en operativos ilegales», dijo la esposa de Esteban, María Teresa “Maite” Oliva, al declarar en la sexta etapa de esos juicios.

Tantos años después, en el hall de entrada de la Agencia RÍO NEGRO en Neuquén, Walter y Bernardo tuvieron la generosidad de compartir lo que vivieron. Distintos entre sí pero parte de lo mismo a la vez, de la misma historia, del mismo micromundo de la “vieja escuela”, charlaron en la vereda y también lo hicieron adentro, iluminados por el ventanal de la recepción. Allí respondieron a la entrevista que había quedado pendiente nueve meses antes, justo cuando debió ser internado otro referente de la prensa, Ricardo Villar (exLU5, LU19 y RÍO NEGRO), que también había sido convocado para esta nota.

Lamentablemente, “El Pelado” no resistió y terminó falleciendo semanas después de ese llamado, a fines de julio del 2023, por lo que el duelo fue obviamente más importante que cualquier deseo de búsqueda. Ahora, con las cosas más en calma, fueron estos dos comunicadores quienes representaron al grupo más grande que compartió la lucha por Enrique Esteban. Sus vidas continuaron, pero siguen en contacto, porque los une algo más profundo, que germinó en los ‘70.

“Nos resistimos a creer que puedan existir hombres, y menos argentinos, capaces de sacrificar fríamente a inocentes, persiguiendo vaya a saber qué oscuros designios o en aras de qué ideologías extrañas a nuestro sentir nacional”, manifestaba con impotencia Sindicato de Prensa neuquino, en la nota del miércoles 26 de julio de 1978, en la sección “Regionales” de RÍO NEGRO.

“Sin datos sobre el paradero de Esteban” era el título, cuando la Selección todavía celebraba el triunfo del Mundial (ganado un mes antes), pero en la Patagonia habían pasado más de 60 horas del secuestro de un corresponsal y de su esposa. A ella la liberaron al día siguiente, pero de él no se sabía nada. El operativo, adjudicado a la Coordinación Federal, había tenido lugar cerca de la casa de ambos, en barrio Alta Barda de Neuquén, en una noche lluviosa, húmeda, cuando volvían del casamiento de una pareja amiga, que trabajaba en el diario “Sur Argentino”. Ese medio, fundado por los hermanos Sapag, había tenido como director a Enrique Oliva, padre de Maite, que también sufrió la persecución, por lo que decidió exiliarse en Francia.

Enrique Esteban, en la redacción de Sur Argentino.

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Varios del ambiente se habían encontrado en ese casamiento en El Biguá, entre ellos, Osvaldo “El Negro” Ortiz, mendocino, ya fallecido, que declaró en el sexto juicio de “La Escuelita”, en 2019. Andaban juntos como en las conferencias de prensa, en las cenas en el restaurant “El Tío”, en las marchas y en las reuniones para recuperar el sindicato intervenido, por eso esa madrugada del 24 de julio, al salir, pasaron por una confitería y luego se despidieron, cada uno con rumbo a sus hogares. Las hijas de la familia Esteban habían quedado al cuidado de una niñera y con ella estuvieron hasta que pudo regresar su madre, liberada en Villa Regina después de viajar atada en su propio coche, reducida por desconocidos que la interrogaron y que simularon su fusilamiento.

De la misma manera que Maite y Enrique asistieron a Cristina Parente en 1976, cuando esa amiga, compañera y colega llegó temblando después de las torturas de la Policía Federal, ahora le había tocado a ella pedir ayuda, dos años después. En shock, acudió a la casa del fotógrafo Jacobo Aizemberg, que vivía en Cipolletti, luego de pasar por Allen, simulando haber sido asaltada para que los conductores la asistieran sin juzgar. Y fue “Yaco”, en esa oportunidad, quien no dudó en acompañar a Maite hasta su casa, para que se reencontrara con sus niñas.

Así de juntos, “en bandada”, también se sostuvieron cuando pasaban los días en incertidumbre. Los apoyó la APDH (Asamblea Permanente por los Derechos Humanos), Amnistía y el obispo Jaime de Nevares, que reclamaba por el caso, con sus homilías desde el altar.

Enrique estuvo tres meses en la oscuridad, estiman que en dependencias de la Marina en Bahía Blanca, hasta que “apareció” dentro de su auto (el que usaron para secuestrar a Maite) en Tres Arroyos, provincia de Buenos Aires. Pero eso no significó la libertad. Allí lo detuvo la policía y lo trasladó al Batallón de Neuquén, donde lo esperaba la plana mayor: el jefe Enrique Olea, el general José Luis Sexton y el mayor Carlos Guiñazú. Después de ese encuentro siniestro tuvo que pasar un tiempo más en la U9, como si le quedara alguna culpa inventada por seguir pagando, hasta que fue liberado el domingo 24 de diciembre de 1978.

Maite sigue aportando sus recuerdos a las causas de la Escuelita. Ahora declaró en el 8° proceso, contra los ex magistrados Duarte y Ortiz.

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Oliva describió que cuando pudo verlo, su esposo “lloraba, temblaba, tenía la misma ropa con la que lo habían secuestrado y había perdido 23 kilos”. Con el tiempo supo que en Bahía lo habían tenido atado a una cama donde recibió golpes y picana. También dos o tres simulacros de fusilamiento. Por eso, cuando retomó la vida de corresponsal, ya no dejaban que anduviera solo.

“Enrique era un gran charlatán de sobremesa, de buen comer y beber”, lo describió Bernardo Guerra. Reconoció, eso sí, que tenía “personalidad política” y cuando de trabajo se trataba, se concentraba mucho: sólo compartía alguna que otra opinión, en momentos determinados, como cuando en la previa a su secuestro, todos miraban el partido de Argentina – Perú.

Enrique, en medio del relato, lanzó que a su parecer, ese encuentro estaba “arreglado”. Lo mismo pasó cuando festejaron el triunfo de la final, cantando “el que no salta es holandés” y Esteban se abstuvo, valorando que ese país había alzado la voz para denunciar la dictadura que encabezaba Jorge Rafael Videla. Para ese entonces, Bernardo recién empezaba en la profesión, por eso era el que le compraba a Enrique los sandwiches de milanesa y los cigarrillos.

A cambio, él lo aconsejaba para enfrentar mejor las horas de madrugada en los cierres del “impreso” y para grabar los resultados de la lotería que le pasaban por teléfono fijo, para la edición siguiente. En ese día a día compartían, cuando de pronto la noticia del secuestro los cubrió de estupor. Ahí, el nombre de aquel redactor de categoría empezó a circular en susurros, como “en sordina”, dijo Guerra, por los pasillos y en cada encuentro de la jornada.

Walter Pérez, hoy una figura de prensa siempre presente en el seguimiento de los juicios por delitos de lesa humanidad, no había cumplido ni 20 años cuando se lo llevaron a Enrique. Vivió todo el proceso de visibilización y lo que fue para ese compañero volver al trabajo cotidiano, como cuando se descompuso por tener que pasar por un control policial: no pudo seguir con la cobertura.

Con los años, como las amenazas siguieron contra la familia Esteban, ellos decidieron mudarse a Buenos Aires, a donde Walter encontró a Enrique tiempo después, para entregarle un paquete enviado “por el ‘Negro’ Ortiz o ‘El Pelado’ Villar, no recuerdo bien”. “Lo esperé en el diario y por supuesto fuimos a comer”, contó, un momento infaltable en sintonía con el compartir que tenían acá en el Valle. Se pusieron al día pero el visitante jamás fue capaz de preguntarle cómo estaba después de lo vivido en cautiverio. “Cuando apareció él tampoco contó lo que le pasó”, recordó Walter.

A medida que se fue relajando, solo él mismo sacaba el tema, al pasar, para suavizarlo casi con humor, cuando lo asociaba con alguna situación, como cuando encontraron una llave de luz fallada, en una casa donde fueron a cenar, y él estuvo a punto de tocarla. Le advirtieron el peligro, pero Enrique ya estaba resignado, “después de toda la corriente que me pasaron”, dijo, en alusión a la picana. Recién en un accidente automovilístico ocurrido en 1990, Esteban perdería la vida, la misma que no le pudieron arrebatar con la tortura, porque aseguró que “Dios le decía que tenía que seguir resistiendo”, según contó su compañero de celda en la U9, Sergio Pollastri.

El miedo en toda esta experiencia fue el denominador común. Miedo a lo que podía pasar, miedo de Maite y de Enrique para con el destino de sus hijos (dos niñas y un varón), miedo a un nuevo golpe militar, una vez que volvió la democracia. De hecho, tenían preparada una valija con sus documentos y los de los chicos, para exiliarse en caso de una nueva intervención militar. Entre los colegas, opinó Walter Pérez, los más jóvenes quizás no midieron tanto los riesgos, por eso se animaron a insistir cotidianamente con las consultas por el paradero de Esteban, incluso visitando a un oficial de alto rango en su propia casa.

Los más experimentados ya estaban curtidos y contaban con el respaldo de los medios en los que trabajaban, por eso ideaban estrategias para moverse sin parecer peligrosos para el servicio de inteligencia, para que nadie quedara marcado apoyando la causa de los derechos humanos, para defender lo que creían justo, en medio de tanta violencia. “Siempre caminábamos sobre el filo de la navaja y para eso había que dominar el ‘buen miedo’, ese que hace que tengas cuidado, pero no deja que llegues al pánico que paraliza”, dijo el “Negro” Ortiz en el libro “Periodismo y periodistas en el Comahue”, que escribieron junto a Guerra, Pérez y otros trabajadores de prensa.

Allí guardaron estas y otras tantas anécdotas, coordinados por Fabián Bergero y Gerardo Burton. “Como dice una canción”, siguió diciendo el mendocino, el gran drama es que “no podíamos ser libres”, pero tampoco nos conformamos con ser simples “prisioneros”. La labor de todos ellos, por Enrique, por Maite y por tantos, honró ese concepto.

Cerrando la charla, surgió una última consulta: “Dentro de todo lo malo que se vivió en ese momento, ¿qué era lo más lindo que aún extrañan?”. “El compañerismo, la solidaridad entre nosotros”, dijo Bernardo, sin vueltas. Ahí quizás esté la enseñanza para las nuevas generaciones del oficio. Ya lo había dicho Ortiz en un apartado del libro: “todo fue posible porque, más allá de la competencia [entre medios], había un enemigo en común: la dictadura. Tal vez buena parte del mérito deriva de haber tenido un rival de semejante poder de muerte, que nos hizo comprender qué diferencias eran secundarias y cuáles realmente importantes”, cerró.


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