Talleres de otro tiempo: el equipo de los Santamaría, genios al servicio de la fruta
En tiempos de cosecha, su nombre era sinónimo de inventiva y creatividad para lograr esos repuestos imposibles de conseguir o incluso inmensas máquinas automáticas, revolucionarias para mediados del siglo XX.
Un día cualquiera de temporada los podía encontrar trabajando desde la mañana hasta el atardecer, haciendo noche en alguna ciudad alejada del Valle, con tal de que ese cliente del empaque tuviera sus máquinas listas para mover la fruta. Pascual Santamaría no tenía un título académico pero junto a su equipo sabía bien lo que hacía y podían transformar el hierro en lo que hiciera falta.
“Lito”, el primero de sus nietos varones, heredó su nombre y también los recuerdos que aún lo emocionan, sobre el antiguo taller que funcionó en la esquina de San Martín y Sarmiento, en Allen. “Pascual Santamaría e hijos” era marca registrada, sinónimo de inventiva y creatividad para lograr esos repuestos imposibles de conseguir o incluso inmensas máquinas automáticas, revolucionarias para la industria frutícola regional y sus derivados, a mediados del siglo XX, con las que se lucieron también en otras provincias, como Mendoza, y en otros países, como Chile y Uruguay.


Genios al servicio de la fruta | Máquinas superautomáticas
Una nota del Archivo de RÍO NEGRO, rescatada por el equipo de historia local «Proyecto Allen», destacaba por ejemplo en la edición del 25 de mayo de 1967 las bondades de la «alambradora superautomática», un diseño salido de los talleres de Santamaría, con la capacidad de trabajar con hasta 500 cajones por hora, tanto los de tipo standard como los “tray pack”, a los que seleccionada desde la cinta transportadora y a los que lograba envolver con dos alambres a la vez, trabajando por cuatro horas seguidas sin necesidad de ser dirigida por una persona. «Está hecha de manera que su sistema ahorra no sólo mano de obra, sino también alambre, pues lo aprovecha todo y no deja recortes», explicaba el repaso de este medio, destacando el diseño propuesto por uno de los socios del taller, Rubén Iglesias.


El contexto en el que creció la actividad encabezada por Pascual, este inmigrante italiano llegado a la Argentina desde Ausonia, Región de Lacio, en 1926, hablaba de una intensa actividad tanto frutícola como industrial, con jugueras y galpones de empaque entre las estrellas del mercado. Eso los llevó a enfocarse de lleno en la fabricación de máquinas clasificadora/tamañadora de frutas bajo la marca “Clasifrut”, transportadores aéreos de cajones standard y cosecheros, carretillas para cajones, rieles para transportar cajones, tapadoras, etc., aunque también avanzaron sobre la labor previa, necesaria en las chacras, donde lograron colocar sus pulverizadoras o curadoras a manguera y a motor y también volcadoras automáticas de cajones cosecheros, eliminadores de frutas chicas y hojas, entre tantas otras opciones.
Genios al servicio de la fruta | Crecer entre el torno y la fragua
20 empleados sudaban en jornadas de mucho esfuerzo en el taller que tenía ingreso sobre calle Sarmiento, mientras cinco administrativos hacían su labor en las oficinas de la esquina, donde desde hace años, un paredón resguarda lo vivido en el pasado, escondido detrás de pintadas y afiches políticos. En el medio, un dato perdido en el tiempo: tenían un salón donde vendían a la comunidad engranajes, tuercas, varillas de hierro y otros insumos.

Como todo emprendimiento familiar de varias generaciones, Marcos fue el hijo que siguió la labor que inició Pascual, y “Lito” fue uno de los pequeños de la familia que creció entre los tornos, limadoras, agujereadoras, soldadoras, balancines, la fresadora europea y la fragua. Con ternura recordó las primeras labores que cumplió junto a sus amigos, en la adolescencia, como cuando le propusieron llenar las ruedas con bolilleros para los rieles de las máquinas, trabajo que realizaban a mano. Empresas como La Esperanza, Expofrut, 3 Ases, Millacó, Sidra Real, la Cerámica Cunmalleu, los galpones Mariani – Bizotto, Biló, Filadoro, De Benedicti, muchas desaparecidas, esperaban que de allí salieran sus pedidos.
Con los años, ya con la mayoría de edad y el carnet de conducir habilitante, “Lito” era el chofer que llevaba a los empleados del taller a otras localidades donde debían instalar las nuevas unidades, apurados porque el tiempo de la fruta apremiaba. Los meses de verano eran los que más trabajo demandaban, con jornadas que empezaban a las 8 y sólo cortaban para almorzar, sin fines de semana si de cumplir se trataba.
Genios al servicio de la fruta | Elvira, pilar en este proceso
Con ese ritmo se formaron muchos técnicos “empíricos” de la ciudad y lograron una red de contactos para conseguir los insumos en Buenos Aires, como el acero, las correas, los platillos para las máquinas que transportaban manzanas y tanto otros. Un comisionista de apellido Bevilacqua, que se alojaba en el Hotel Lisboa, a pocos metros del taller, traía los pedidos que le encargaban, cuando iba y volvía en tren desde la gran capital.
Los cambios en la tecnología, ya con sistemas computarizados, hicieron que los Santamaría ya no pudieran seguir la corriente del mercado frutícola y viraran hacia las necesidades de respuestos de la industria petrolera, hasta que en 2010 cerraron las persianas por última vez. Una placa en el edificio recuerda el legado de estos genios de la inventiva, que marcaron una época en el auge del valle frutícola. El destino quiso que mientras se diagramaba la presente edición se conociera el fallecimiento de Elvira Gambini de Santamaría, a los 97 años, quien en vida fuera esposa de Marcos, nuera de Pascual y madre de «Lito», pilar en todo este proceso histórico.




Un día cualquiera de temporada los podía encontrar trabajando desde la mañana hasta el atardecer, haciendo noche en alguna ciudad alejada del Valle, con tal de que ese cliente del empaque tuviera sus máquinas listas para mover la fruta. Pascual Santamaría no tenía un título académico pero junto a su equipo sabía bien lo que hacía y podían transformar el hierro en lo que hiciera falta.
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