Todo queda en familia

La agenda informativa de los últimos días estuvo marcada por el malestar generado por una pésima costumbre de la clase política argentina: el nombramiento de parientes y amigos en los puestos de poder. A principios de semana, el gobernador neuquino, Omar Gutiérrez, nombró a su hermano como secretario del Copade, el organismo neuquino encargado de elaborar los principales proyectos de desarrollo provincial. Aunque legalmente no hay objeciones, ya que la normativa neuquina sólo prohíbe al gobernador designar a familiares en ministerios y el Copade es una secretaría, los medios y las redes se poblaron de menciones acerca de la presencia de familiares de distintos referentes políticos en cargos públicos. Ayer se publicó en este diario un informe sobre cómo buena parte de intendentes, concejales y comisionados rionegrinos eluden las exigencias de alternancia en el cargo designando como sucesores a hijos, esposas o hermanos, generando dinastías en el poder.

Nos son casos aislados. Existe una tradición de nepotismo fuertemente arraigada en la política argentina desde hace décadas, donde las relaciones personales y la “lealtad” son mucho más importantes que la ideoneidad profesional para acceder a un cargo público, sea nacional provincial o municipal. Es un consenso que no distingue fronteras partidarias y el argumento es siempre el mismo: “se necesita gente de confianza” para ejercer la tarea pública, y qué más confiable que la propia familia. Una visión de la política como una actividad opaca y llena de secretos que nunca deberían dejar el ámbito de los despachos oficiales.

Con las dependencias del Estado consideradas como patrimonio propio o “botín de guerra” para las distintas facciones políticas, después de cada elección las nóminas de asesores de ministerios, secretarías, legislaturas, concejos deliberantes e incluso organismos técnicos o educativos se pueblan de parientes y conocidos del líder de turno, que luego se integran a las plantas permanentes, generando verdaderas capas geológicas de funcionarios nombrados a dedo.

Esta costumbre llegó a una de sus máximas expresiones durante el kirchnerismo, cuando distintas agrupaciones hicieron una especie de “loteo” de ministerios, organismos y empresas públicas y se “premió la militancia” con cargos. Sin embargo Cambiemos, que había llegado con la promesa de terminar con estas prácticas, no hizo sino continuarlas. A tal punto llegaron las críticas que el propio presidente Mauricio Macri se vio obligado a emitir un decreto limitando el nombramiento de familiares de hasta segundo grado de consanguinidad en los ministerios. La medida se mostró tan efectista como ineficaz: la prohibición se limitó a 12 casos y muchos dirigentes eludieron la norma acordando designaciones “cruzadas”: vos me nombrás a este familiar en tu sector y yo te designo a este otro conocido en mi área.

El nepotismo tiene fuertes consecuencias negativas para el sistema institucional. Entre ellas el desánimo del personal técnico y la pérdida de eficiencia y del sentido de carrera en la administración pública, ya que los nombramientos y ascensos -la mayor de las veces- no dependen de la idoneidad y el mérito sino de la obediencia y el contacto personal con el líder. Por otra parte, es uno de los principales facilitadores de la corrupción, ya que un agente nombrado a dedo y con fuertes compromisos personales con la jefatura es poco proclive a denunciar situaciones arbitrarias o de ilegalidad. El nepotismo favorece, al menos, el silencio cómplice.

Existe una fuerte tolerancia ciudadana al nepotismo, se ha naturalizado como forma de acceso al Estado, en un contexto de alto desempleo y precariedad laboral. Sin embargo, sólo regulaciones más estrictas, pero especialmente un sistema moderno de formación de agentes y contratación basado en procesos de selección trasparentes, con exámenes profesionales y con rigor científico, podrán terminar con una práctica que genera ineficiencia estatal y hace crecer irracionalmente el gasto público, ya no en beneficio de toda la población sino para satisfacer las necesidades personales y partidarias de su dirigencia política.


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