Video | Así pescó un salmón de 22,5 kilos en un paraíso de la Patagonia

"¡Dale viejo que lo sacás!" lo alentaba su hijo apenas vio al gigantesco pez que picó en el río Corcovado. César Austin estaba concentrado en saltar de piedra en piedra y no caerse mientras el salmón tironeaba en ese paraíso de la cordillera al oeste de Chubut. ¿Qué pasó después? Acá cuentan la historia y el origen del apodo.

El sábado no sería un día más para César Austin en Carrenleufú, un pequeño pueblo entre montañas al pie de la cordillera de los Andes en el límite con Chile. Allí, en ese paraíso de Chubut de unos 450 habitantes, transcurren sus días en la Patagonia. La mayoría, como él, son empleados públicos. Otros se ganan la vida en el campo, entre vacas, ovejas y caballos. De 56 años y cuatro hijos, cada vez que puede se va a pescar salmones del Pacífico. No se dedica a los peces chicos, va por los grandes. Algo tiene, porque si va, raro que no le piquen. Los amigos le preguntan cómo hace, pero ya saben que la suerte no puede explicar todo y a veces se los piden prestado para la foto y hasta presumen, en broma, que los pescaron ellos. Ha sacado de 10 kilos, de 12, de 15 y hasta de 18. Pero lo que le pasó el fin de semana pasado nunca le había ocurrido.


Aquel primer salmón, la lata y el nylon atado a la cintura

Cuando los salmones del Pacífico empezaron a aparecer en el río Corcovado allá por el 2008 le llamó la atención el movimiento de pescadores atraídos por esos gigantes que venían desde Chile a desovar y terminar el ciclo de la vida.

Los más experimentados le explicaron que una vez que dejan el mar para remontar las aguas dulces dejan de alimentarse hasta morir y que pasan meses hasta que eso suceda. Que por eso no pican por hambre sino por agresivos, por territoriales. Y que los que nacen viven un tiempo en agua dulce, bajan unos años al mar y suben a terminar su ciclo al lugar donde nacieron.

Hasta entonces no le atraía la pesca, pero ese mundo nuevo le dio curiosidad y decidió ir a probar suerte. Observó que algunos los vendían, otros los comían y otros los devolvían. Averiguó que el reglamento establecía que cada pescador podía sacrificar uno por día siempre que fuera de más de 70 centímetros y con cuchara mayor a número cinco o con mosca.

César se fabricó una cuchara, eligió la lata con mejor pinta, compró un nylon resistente y fue. Aquella primera vez tuvo un buen pique y se sorprendió con lo que tiraba el pez. Tanto, que le costaba enrrollar en la lata y le empezaron a sangrar los dedos de la presión, hasta que encontró la solución: se pasó el nylon por la cintura y empezó a retroceder, afirmándose con cuidado en las piedras.

-Lo saqué a la rastra al final -recuerda.


¡Dale viejo que lo sacás!» La pelea con el salmón de 22,5 kilos

Tanto tiempo después, César ya sabía mucho más sobre el mundo de la pesca. Tenía su caña, la cuchara con tres anzuelos que aprendió a fabricar, su reel chiquito como dice y un nylon aguantador de 0.70.

Lo que no cambió es el lugar, le gusta ir siempre al mismo pozón. Son unos cinco km desde su casa. La mitad en auto, la mitad a pie. La última parte es riesgosa y hay que hacerla con cuidado, atar la cuerda en una piedra y bajar unos 10 metros casi verticales. Y después, ya en el pozón, pararse en una de las piedras bien afirmado.

Todo eso hizo acompañado por su hijo Arnold, su compañero de aventuras. Hizo el primer tiro. Nada. Hizo el segundo y sintió el pique enseguida. El pez tiraba fuerte y trataba de irse. Hay quienes dicen que hay que dejarlos alejarse para que se cansen. César no juega en ese equipo.

-Yo los sujeto firme, para mi se cansan más así -explica.

Cuando vio el primer salto Arnold no lo podía creer. «¡Qué grande es!», gritó. Su padre seguía en la tarea fiel a su estilo, lo tenía firme, lo traía de a poco, como siempre.

-¡Dale viejo nomás que lo sacás! -lo alentaba su hijo. César lo escuchaba pero no podía responder: le preocupaba que estuviera enganchado de un solo anzuelo del triple y se le fuera, como la otra vez. Y estaba concentrado, además, en saltar de piedra en piedra mientras el salmón coleteaba con su fuerza descomunal. Un error de cálculo, un resbalón, podía costar caro en ese pozón patagónico de cinco metros de profundidad. Eran las siete de la mañana, hacía frío.

Arnold Austin, compañero de aventuras de su padre en las salidas de pesca y su foto con el salmón.

Así le gusta pescar, bien temprano, cuando el agua está más calma y cristalina. Después, con el correr de las horas y el sol fuerte del verano austral, la nieve se derrite, arrastra la tierra y el río se enturbia, explica ahora tranquilo, pero el sábado era pura adrenalina hasta que logró sacarlo, cinco minutos desde que picó. Su hijo lo filmó, lo ayudó a sacarlo como siempre porque son equipo y a veces es al revés, le sacó una foto y después posó él con el salmón de números impresionantes: 22,5 kilos, un metro y medio de largo, entre 45 y 50 centímetros de ancho.

-Estaba seguro que lo íbamos a sacar. Nomas le tenía desconfianza al nylon pero se las aguantó. Acá lo hervimos por cinco minutos para que resista más. Mi viejo no es de pelearlos mucho, una vez enganchados los empieza a traer. En la orilla ya es el momento mío para poder sacarlos -cuenta Arnold.

Lo que faltaba no era fácil: trepar con la cuerda hasta llegar al camino. Arnold había llevado una mochila grande y ahí lo llevó, incluyendo la dura trepada. Ahora es su padre quien responde la pregunta.

-¿Qué fue lo primero que pensé? Por qué no picaste para la Fiesta del Salmón. Hubiera ganado el premio yo -contesta César. Y explica que a la celebración de los primeros días de enero cada año el pueblo se llena de miles turistas y pescadores y que la edición del 2024 año ganó el concurso un muchacho que pescó uno de 10.5 kilos y se llevó los 200 mil pesos del premio. No puede evitar pensar lo que hubiera hecho con esa plata.

-Con lo caro que está todo -acota su esposa, María Zulema.


Salmón a la parrilla

A César le gusta pescar salmones, pero también lo toma como un segundo trabajo. «Están pagando de 13.000 a 15.000 pesos el kilo», dice. Él le hizo precio a su amigo de la parrilla y se lo dejó en 150.000. Así, cada vez que saca uno suma para poder llegar a fin de mes, el desafío de tantos. Pero no es solo el dinero lo que hay en juego, también le tomó el gustito a la pesca, el desafío. «La adrenalina», repite.

¿Y por qué le pican tanto? «Y no se. Vamos con mi hijo y me pican y por ahí a él no. O con amigos. Algunos dicen que es suerte. ¿Si tengo algún secreto? No, no, yo siempre hago las cosas lo mejor que puedo«, responde. Ya arregló con Arnold para ir al pozón de siempre el fin de semana. Última pregunta.

-¿Tiene apodo, César?

-Sí, Pinocho -responde. Se tienta un poquito. Su voz suena cálida y agradable.

-¿No habrá exagerado los números?

-Nunca. Es que soy un poquito narigón -dice y ahora sí se despide con una sonrisa.


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