La feria de El Bolsón un paseo que es identidad, economía y refugio
Entre montañas y ríos, la Feria Regional se transformó en mucho más que un paseo turístico: es un espacio donde conviven artesanos, productores y viajeros.

Por la mañana, los feriantes van llegando con sus autos cargados hasta la plaza Pagano. El Piltriquitrón todavía duerme bajo una sábana de nubes, como si no quisiera soltar el abrigo de la noche. El sol se cuela despacio entre los árboles y calienta el suelo húmedo. En cada puesto comienza un pequeño ritual: colgar las prendas, ordenar los anillos sobre el paño, acomodar las pulseras en la madera. Los primeros “buenos días” se cruzan con charlas mínimas sobre el tiempo, la vida, la cosecha de frambuesas. Alguien prueba sonido y una guitarra anuncia que el día acaba de comenzar. La feria abre los ojos como quien se despereza de un sueño colectivo.
Algo tiene El Bolsón. No es un pueblo más de la Patagonia. Algunos lo llaman embrujo, otros libertad. Tal vez sea ese rumor de río lo que engancha, o la forma en que la montaña se acomoda de espaldas a la plaza. Lo cierto es que aquí, donde Andrés Calamaro alguna vez cantó “qué tentación, yo me voy al Bolsón”, la tentación sigue intacta.
La feria es un escenario vivo. A un costado, un jubilado prueba un waffle relleno de frutas rojas; al frente, unos turistas preguntan por empanadas armenias; un grupo de adolescentes comparte sandwichitos de matambre casero. Los olores se mezclan con las músicas callejeras, frente al anfiteatro, y la bandera argentina flameando detrás. Todo junto parece un menú imposible de armar, pero funciona: ahí está la magia.

Norberto Daían, delegado de la comisión de la feria, no exagera al decir que es “un evento en sí mismo”. Habla de más de 500 puestos con cuero, madera, cerámica, indumentaria, dulces y verduras de la comarca. “La feria está desde los setenta. Empezó con pocos productores y fue creciendo. Hoy son más artesanos, pero todavía hay productores que mantienen viva esa raíz”, explica. Su compañera Karina Valladares agrega que la feria nunca descansa: abre martes, jueves, sábados, domingos y feriados. Aquí la rutina no es trabajo, es pertenencia.
Historia colectiva
Corría diciembre de 1979, en plena dictadura, cuando el intendente de facto Miguel Cola habilitó un espacio para que los productores locales mostraran lo suyo. Al principio era algo mínimo: puestos improvisados, poca organización, más encuentro vecinal que atractivo turístico. Según la tesis «Memorias de crónicas de El Bolsón : La Feria Regional, historias y personajes», de D’Angelo, Mariana, en 1982, un reglamento municipal cambió las reglas, se establecieron criterios de calidad y una organización interna. Desde entonces, la feria se autogestiona con asambleas, delegados y una identidad propia que sobrevive a los vaivenes políticos. Si resistió al miedo de aquellos años, ¿cómo no resistiría a las modas?
La huella hippie dejó su marca. Jóvenes que escapaban de la ciudad llegaron buscando un modo de vida alternativo: comunidades como la del Arca en El Hoyo o grupos en Golondrinas y el Azul. Trajeron oficios, saberes, otra forma de mirar la naturaleza y de relacionarse. Esa esencia aún vibra en cada puesto, como un bajo continuo que nunca se apaga.

A María Cristina todos la conocen como Cati. Llegó desde Chile en 1989 y hoy roza los 80, sigue trabajando la arcilla de la montaña. Sus vasijas, cocinadas a alta temperatura, esperan sobre una mesa. “Me casé con un argentino y aquí pasé la vida, vivo de esto. Junto la arcilla de las montañas de por acá y vengo cada día de feria desde El Hoyo. Antes se vendía mucho más, pero hay que estar acá”, dice y larga una carcajada que contagia. Ella no vende sólo cerámica, vende su historia convertida en barro.
Unos metros más allá, Jimenna muestra sus atrapasoles que transforman la luz en arco iris dentro de las casas. Habla de maderas reconstituídas, piedras y técnicas que combinan lo natural con lo artesanal. “Son armonizadores, que transforman la luz solar en arcoítis, se colocan en una ventana e iluminan la casa”, asegura. Y mientras sus piezas lanzan destellos de colores, uno entiende que no es marketing, es física aplicada al corazón.
El recorrido avanza como una novela coral. En las calles una movilización con banderas megras verdes, blancas y rojas se escucha bajo el grito de “no es una guerra, es un genocidio”. Es la segunda marcha que realizaban desde el comité de la Comarca Andina, contra el genocidio palestino.

Cerca de allí, Daniel Sepúlveda, pelo blanco y sonrisa amplia, ofrece té chai “ayurvédico de la india, especiado con canela, cardamomo jengibre, anis estrellado, pimienta negra, clavo de olor y vainilla natural, da propiedades antioxidativas para la salud, es antinflamatorio, antioxidativo, para el higado graso, nivela colesterol, trigliceridos, azucar en sangre”, explica. Trae el té de comunidades que hacen agroecología en Misiones, y las especias son de todo el mundo. Lo prepara con hierbas agroecológicas de Misiones y especias del mundo.
Una mujer lo interrumpe para confesarle que pasó mala noche. Él le responde que la luna del león es fuerte, la tranquiliza, la despide con calma. En su puesto no solo se vende té, se recetan modos de vivir. Luego, con esa paciencia que da paz cuenta Que llegó alli hace 30 años.
“Vivía en Buenos Aires, en el oeste, y llegó con su hijo de 5 años, y su compañera, con un bagaje de ferias de buenos aires, plaza francia, la Boca San Isidro. “El lugar que nos parecía aceptable para nuestyro modo de vida era el Bolsón, por el atractivo no solo para vender artesanía, sino porque era una usina cultural dentro de la patagonia”.

Cerca, hombres de barba tupida juegan al ajedrez bajo la sombra de un árbol. Juana se detiene ante aceites esenciales de lavanda elaborados en El Hoyo. Inhala profundo, deja que el aroma le suba a la cabeza y sigue. Va entre los puestos de velas perfumadas, los inciensos naturales hechos con ramas de plantas, las esencias y libros de poesía. Lo ve a Gabriel, otro histórico, que muestra sus combinaciones de madera, piezas que cambiaron con el tiempo. “Hago lo que tengo ganas, antes eran cuchillos, ahora es esto. Cambia el mundo y uno cambia con él”, reflexiona. Lo suyo es simple: tallar la libertad.
La feria es también economía. Cientos de familias dependen de estos puestos para subsistir: desde tejedoras mapuche hasta productores de dulces, músicos o titiriteros. Muchos aprendieron el oficio, sin universidad, mirando y practicando aquí mismo, en esta plaza. Es una usina de saberes, un motor cultural que desafía el turismo masivo intentando sostener autenticidad. Una vidriera que no se mira desde afuera: se habita.
Y mientras los jóvenes músicos del under llegan buscando un aire distinto al de las grandes ciudades, la feria sigue como identidad colectiva. Como escribió Miguel Cantilo en los 70, “habrá que ver a dónde vamos, a la frontera del país, buscando límites y campos para quedarnos a vivir”. Quizás esa frontera se llama El Bolsón, y su feria nunca deja de latir.


Por la mañana, los feriantes van llegando con sus autos cargados hasta la plaza Pagano. El Piltriquitrón todavía duerme bajo una sábana de nubes, como si no quisiera soltar el abrigo de la noche. El sol se cuela despacio entre los árboles y calienta el suelo húmedo. En cada puesto comienza un pequeño ritual: colgar las prendas, ordenar los anillos sobre el paño, acomodar las pulseras en la madera. Los primeros “buenos días” se cruzan con charlas mínimas sobre el tiempo, la vida, la cosecha de frambuesas. Alguien prueba sonido y una guitarra anuncia que el día acaba de comenzar. La feria abre los ojos como quien se despereza de un sueño colectivo.
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