Wilde en el tiempo de la reina Victoria
Oscar Wilde se murió un año antes que la reina Victoria.
Un tiempo en que el mundo tenía 1.500 millones de habitantes.
Y gran parte de ese mundo era inglés.
«Oh, hombre blanco, toma de nuevo tu pesada carga: envía lejos tu pesada carga: envía lejos tu raza más fuerte para que vele por las razas turbulentas y salvajes», había propuesto en el «95 Rudyard Kipling.
Pero la Inglaterra que estigmatizó y condenó a Oscar Wilde no necesitaba de la propuesta de Rudyard Kipling para expandirse por el mundo. Ya lo había hecho.
Y la bandera de la Unión Jack era la insignia europea que más segura flameaba por aquí y por allá en aquel planeta que cultivaba el progreso y cambiaba la vida día a día.
«Casi parece que hemos conquistado y poblado la mitad del mundo en un acceso de distracción», había reflexionado acertadamente hacía finales de los «80 el historiador John Seeley.
Una expansión y consolidación de poder que Oscar Wilde ignoró. O, cuando pudo, objetó.
«Y ahora ha llegado el momento de poder decir con toda sencillez y sin afectación que los dos momentos cruciales de mi vida fueron cuando mi padre me envió a Oxford y cuando la sociedad me envió a prisión», confesó Oscar Wilde en la cárcel.
Entre aquel Oxford y esa prisión, media precisamente la distancia entre aquella imperturbable y tenaz reina Victoria y Oscar Wilde.
Desde un ejercicio de su influencia que poco se dejó constreñir por el sistema parlamentario británico, desde su conservadurismo en usos y costumbres, Victoria marcó a fuego la vida de los ingleses.
Y Oxford fue una pieza esencial en la extensión de esa simbiosis de cultura e ideología.
De ahí y de Cambridge, se nutrió el imperio de sus funcionarios y sustentadores intelectuales.
Todo un mundo de poder al que Oscar Wilde no le aceptó sus reglas de juego.
Carlos Torrengo
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