Zona de riesgo

Por James Neilson

El Brasil no es el único país que está en peligro de «argentinizarse», de ver desmoronarse su sistema económico sin que la «clase política» local parezca capaz de tomar las medidas necesarias para salvarlo. También podrían sufrir tamaña indignidad en un futuro no muy remoto el Japón y Alemania, las mismas naciones que antes del desplome del Imperio Soviético eran celebradas como dechados de eficiencia económica que no tardarían en dominar el mundo pero que, para desazón de sus admiradores, desde hace muchos años han estado creciendo a un ritmo muy inferior al logrado por otros. Si bien es posible que, como aseguran los optimistas, los alemanes y los japoneses finalmente consigan sorprendernos, la verdad es que nadie sabe muy bien lo que podría suceder en los próximos meses, para no hablar de los próximos años.

Por cierto, sería un auténtico milagro si las previsiones bastante tranquilizadoras en cuanto a la marcha de la economía mundial difundidas hace poco por el Fondo Monetario Internacional se aproximaran a lo que efectivamente ocurra: los profetas económicos se asemejan más a los augures de la antigüedad que hurgaban en las entrañas de animales muertos que a los «científicos» que creen ser.

En las semanas últimas, los mercados bursátiles de Francfort y Tokio han caído a niveles bajísimos: el índice japonés está donde estaba casi veinte años atrás y de descender mucho más bancos que en un momento eran los mayores del planeta podrían fundirse, lo cual, es de suponer, desataría un terremoto financiero de dimensiones colosales. Aunque el estado económico de Alemania parece menos ominoso que el del Japón, ya son muchos los que insisten en que en adelante los alemanes, acostumbrados a estar entre los europeos más ricos, habrán de conformarse con ser más pobres que sus vecinos. De ser así, andando el tiempo Alemania podría verse desplazada del tercer lugar entre las economías nacionales por el Reino Unido, eventualidad que hubiera sido tomada por delirante cuando los alemanes estaban a punto de lograr la reunificación de las dos partes de su país escindido pero que ya no parece totalmente descartable.

Del mismo modo, no es inconcebible que el Japón, que posee la segunda economía nacional, experimente una implosión de connotaciones tan espectaculares como las supuestas por el crecimiento ultrarrápido que, mientras duró, hacía temer a los norteamericanos, que estaban pasando por una fase signada por la «decadencia», que el porvenir se escribiera en japonés. Claro, pocos realmente creen que tales desastres podrían concretarse, pero cuando Fernando de la Rúa se preparaba para iniciar su gestión pocos estaban dispuestos a reconocer que la Argentina se había acercado peligrosamente al borde del precipicio. En aquel entonces los números eran tan desagradables que parecía mejor no verlos: en la actualidad, los datos alemanes y japoneses son igualmente feos.

Según casi todos los observadores, el estancamiento económico de Alemania y del Japón -están en «una meseta»- se debe a la negativa de «los políticos» a instrumentar las reformas estructurales que permitirían a los dos países adaptarse a las circunstancias imperantes. Dicho de otro modo, se los acusa de actuar exactamente como sus equivalentes argentinos, los que tampoco han manifestado interés alguno por intentar impulsar cambios que los perjudicarían. Por supuesto que los problemas alemanes y nipones son mucho menos graves que los argentinos -se trata de países ricos y bien administrados, con servicios sociales generosos-, pero así y todo el parecido es llamativo. Acaso la diferencia más importante consiste en que para los políticos criollos la «edad dorada» se ubicaba en la segunda mitad de los años cuarenta, cuando el peronismo triunfalista imprimía sus conceptos particulares sobre la Argentina en su conjunto, mientras que alemanes y japoneses sienten nostalgia por el mundo decididamente más próspero de dos o tres décadas más tarde. Sea como fuere, por ser nuestra civilización esencialmente dinámica y por lo tanto proteica, los éxitos, incluso los más palpables, son pasajeros por antonomasia y tratar de prolongarlos suele resultar suicida. Los esquemas que pueden haber servido muy bien en una etapa determinada serán peor que inútiles en la siguiente porque a los beneficiados por ellos les será demasiado fácil defenderlos.

La crisis argentina ya está provocando cambios demográficos que de intensificarse harían mucho más difícil la recuperación: el éxodo incipiente de inmigrantes y sus descendientes está privando al país de una parte fundamental de la clase media. Aunque la emigración de los ambiciosos no constituye un factor significante en Alemania o en el Japón, aquellos países también están viéndose afectados adversamente por los cambios demográficos: con tasas de natalidad reducidas, están envejeciendo con rapidez, lo cual, combinado en el caso de Alemania con un sistema previsional apto para un país rico habitado principalmente por trabajadores jóvenes, hace prever que dentro de poco la economía sencillamente no estará en condiciones de continuar dando a «los abuelos» las jubilaciones que figuran entre sus derechos irrenunciables. Como sabemos, es muy tentador negar que exista la posibilidad de que el sistema previsional sea inviable y por lo tanto luchar denodadamente contra cualquier intento de modificarlo. También sabemos que tales luchas pueden resultar vanas porque en última instancia «los números» no respetarán a nadie.

Para Alemania y el Japón, la forma más lógica de conjurar la pesadilla supuesta por el envejecimiento consistiría en alentar la inmigración desde el «Tercer Mundo», pero de todos los países del «Primer Mundo» son los menos dispuestos a considerarla. Habituados hasta hace apenas diez años a atribuir sus hazañas económicas y sociales a sus características nacionales, cuando no raciales, tanto los teutones como los nipones se resisten a aceptar que los inmigrantes, sobre todo los de tez oscura y, a veces, de cultos religiosos que les parecen antipáticos, podrían serles imprescindibles. Aunque el gobierno alemán ha procurado abrir las puertas a inmigrantes bien preparados procedentes de la India, los así calificados suelen preferir probar suerte en Estados Unidos, Canadá, Australia o el Reino Unido donde les es mucho más fácil integrarse a afrontar a los temibles «skinheads» de las ciudades alemanas.

Por motivos comprensibles, en el resto del mundo casi todos han querido exagerar las diferencias entre sus propios dirigentes y los argentinos: lo mismo que el «por algo será» de la guerra sucia, se trata de una manera de asegurarse de que no se da ninguna razón por la que uno pueda caer en desgracia. Sin embargo, la causa básica del colapso argentino, la resistencia a permitir cambios de los comprometidos con un statu quo insostenible, no es una característica que se limite a la Argentina sino que es una que está jaqueando a los reformistas de todos los demás países, en especial de los que acaban de disfrutar de un período de éxito envidiable.

Tal y como están las cosas, parece inevitable que el Brasil resulte incapaz de honrar sus obligaciones y que por lo tanto tenga que «renegociar» la deuda pública. Asimismo, no debería extrañarnos si muy pronto el Japón y Alemania se ven convertidos en protagonistas de crisis sumamente graves, ni que poco después países como Francia e Italia también se vean frente a desafíos que en la actualidad les parecen tan poco realistas como nos eran dos o tres años atrás los vaticinios de los escépticos. Por ahora, la situación de los países anglosajones es considerada menos alarmante porque sus dirigentes suelen ser más pragmáticos y menos dogmáticos que sus homólogos del continente europeo y más vigorosos que aquellos del Japón.

Es de esperar que las opiniones de quienes piensan así resulten justificadas y que algunos países por lo menos logren evolucionar sin hundirse cada tanto en crisis inmanejables y para los más apenas comprensibles. Caso contrario, la turbulencia actual que está agitando los mercados bursátiles de todo el planeta, provocando pérdidas colosales un día y ganancias fabulosas el siguiente, no sería sino el preludio de una serie de convulsiones económicas mundiales en gran escala. Sería la primera gran crisis de la edad de la globalización pero con toda seguridad no sería la última: aunque el hombre pueda soportar cierto cambio sin sentirse abrumado, el dinamismo inherente al capitalismo mundial potenciado por el avance incontrolable de la ciencia podría presagiar una época en la que todo sea tan vertiginoso que virtualmente nadie resulte capaz de tolerarlo.


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