El fracaso del Estado empresario

PABLO BENÍTEZ JACCOD (*)

Días atrás en este diario se publicó una noticia en la cual se hizo referencia a que el déficit de las empresas públicas se aceleró en el último bimestre y trepó al 130% entre enero y agosto del 2012 respecto del mismo período del año pasado. Pero lo que llama la atención, más allá de este dato, es que a pesar de que la historia económica argentina es contundente en los ejemplos que muestran los fracasos del Estado empresario, la idea de crear nuevas empresas públicas o mantener las ya existentes sigue vigente en la clase política dirigente, según se desprende de declaraciones y discursos de amplios sectores del oficialismo, parte de la oposición y varios gobernadores o diputados provinciales. Para empezar, son varios los argumentos ideológicos que intentan justificar la necesidad de crear empresas a cargo del Estado, pero lo cierto es que no son nuevos; a lo sumo, aggiornados a estos tiempos. Se suele mencionar que es necesario que el Estado financie la creación de empresas con fondos públicos, cuando los capitales del sector privado no puedan o no quieran realizar algún emprendimiento que el gobierno considerase “estratégico” –ya aclararemos el significado de este término– para el desarrollo del país. Pero lo cierto es que no hay tal cosa como capitales del sector público y del sector privado: todos son de origen privado, el Estado no cuenta con recursos propios, los extrae siempre de los particulares. En todo caso, esa incapacidad nunca se debió a la mala voluntad del sector privado sino a que el creciente estatismo impedía el crecimiento de un mercado crediticio bien desarrollado y una legislación que defendiese la propiedad privada y el cálculo a largo plazo. Estas transgresiones a los derechos de propiedad de la ciudadanía incluyen, aunque no se agotan acá, la nacionalización de depósitos del peronismo en 1943, 1975 y 1989 (Plan Bonex), en el 2001 la confiscación de los fondos de las AFJP por parte del Estado, que las presionó a comprar bonos soberanos argentinos para luego entrar en cesación de pagos licuando su valor, y finalmente, en el 2008, la estatización de las AFJP, que pasaron a la órbita de la Anses. En referencia al argumento que sostiene la necesidad de buscar a través de estas empresas públicas el desarrollo de “sectores estratégicos”, es bueno recordar que cuando los líderes europeos de izquierda y derecha, fueran Clement Attlee o Charles de Gaulle, estatizaban el carbón, el acero o los ferrocarriles y decían que eran industrias estratégicas, no lo decían en un sentido metafórico sino militar. Europa venía de pasar por dos guerras mundiales. De guerras de ocupación en las que el control de las comunicaciones, las vías férreas, los puertos y la producción de acero, todo eso, hacía, dadas las circunstancias, a la defensa nacional. Luego, aquí, se ha repetido durante muchos años que Gas del Estado, YPF, Entel o Aerolíneas Argentinas, por nombrar algunas, son empresas estratégicas, pero si uno desafía a alguien a explicar por qué lo son no sabe fundamentarlo o por qué el acero y no los alimentos, por ejemplo. Las provincias de Neuquén y Río Negro no están exentas de esta tentación ya que no sólo gran parte de la dirigencia provincial en ambas provincias comparte el mismo diagnóstico respecto de la necesidad de mantener muchas de sus empresas públicas bajo su administración o crear nuevas empresas “estratégicas” sino que, en general, en la población y en la clase política existe la idea de que como consecuencia de que ambos territorios provinciales tienen petróleo, gas y agua en abundancia son provincias ricas, pero lo que se suele mencionar como riqueza no es tal cosa, son sólo recursos naturales. En realidad, sólo el trabajo y el capital transforman los recursos naturales en riqueza. Toda esta confusión hace que todo se limite a un problema de una equitativa o justa distribución del ingreso. De lo dicho, el estatismo sostiene que el Estado debe manejar esos recursos para distribuirlos y esa confusión entre riqueza y recursos nos ha llevado a políticas públicas que no estimulan la inversión, destruyen el ahorro y promueven sistemas impositivos confiscatorios. Todos quieren parte de esa riqueza que aún no existe y quienes tengan mayor capacidad de organización serán quienes obtendrán la mayor parte de esos recursos. Al respecto, es bueno recordar a Mancur Olson, quien sostiene que “las organizaciones para la acción colectiva están preponderantemente orientadas a la lucha por la distribución de la renta y no al aumento de la producción en su conjunto”. En el contexto de ausencia de límites reales al poder del Estado, diferentes grupos –políticos, empresarios prebendarios, sindicalistas cerca del poder– buscarán aprovechar esta permeabilidad para “capturarlo” en su beneficio particular. En términos de Mancur Olson el Estado es tomado por “coaliciones de distribución” que le dan forma a través de un complejo proceso de negociación entre los distintos actores. De esta forma, los ciudadanos dispersos no pueden hacer mucho para competir contra la poderosa “acción colectiva” de estos actores. El desafío es complejo porque es mucho más fácil hacer creer que, en nombre de la justicia social, se repartirá la riqueza que no existe y se logrará la prosperidad de todos. Es un concepto erróneo creer que la riqueza ya está creada y que sólo falta distribuirla; este pensamiento es propio del patrimonialismo medieval, visión para la cual una persona no debe su prosperidad a su trabajo innovador sino a la concesión del gobernante de turno. Es imperioso cambiar estos paradigmas donde se pretende vivir sin producir, vivir a costa de lo que producen los otros, o donde la única competencia existente es para ver quién logra la simpatía de los funcionarios de turno. Por lo tanto, de no modificarse el panorama no puede surgir otra cosa que un conflicto social permanente y recurrentes crisis económicas. (*) Licenciado en Relaciones Internacionales. Fundación Progreso y Libertad


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