Acerca del presupuesto de Estados Unidos

Carlos Alberto Salguero (*)

Recientemente, luego de la prórroga desde el fin del año pasado, entró en vigencia la cuestionada ley de Control de Presupuesto de los Estados Unidos, o Budget Control Act (Public Law 112–25), del 2 de agosto del año 2011. Atrás quedaron las expresiones vertidas por el presentador de noticias y comentarista político Chris Matthews, de la cadena de cable Msnbc, que en su programa Hardball acusó a los republicanos de usar “las mismas viejas tácticas de la Guerra Fría de la CIA para desestabilizar el país”, llamándolos “antipatrióticos”. El motivo de tan aguda calificación había sido, naturalmente, la consideración del llamado abismo fiscal, el techo de la deuda o el secuestro. Son éstas diferentes expresiones referidas a la contención del gasto y déficit fiscal estadounidense puesto que, según palabras del comunicador, “los legisladores republicanos amenazaron con bloquear al gobierno ya que les disgusta a quién el pueblo estadounidense ha elegido como presidente”. El énfasis de los comentarios puso de relieve vívidas y agitadas pasiones, encendidas en torno de lo que avizora como un tema crucial de la economía más grande del planeta; no sólo por los efectos domésticos de la ley en cuestión, sino porque sus eventuales consecuencias –en un mundo globalizado– mantienen en vilo a la mayor parte de los países del orbe. Esta radical postura, entre otras, requiere plantear un esclarecimiento en ambos frentes: las ideas y la praxis. Las diferencias han sido y seguirán siendo expuestas, enfáticamente, tanto en el campo de la investigación como en las discusiones políticas. En el plano académico concurren dos tradiciones intelectuales bien diferenciadas: una corriente de pensamiento supone que los mercados funcionan mejor si no se interviene en ellos y la otra cree que la intervención del gobierno puede mejorar notablemente el funcionamiento de la economía. Los problemas de la gran depresión, como fenómeno refundante, provocaron grandes avatares en el marco de las ideas. John Maynard Keynes, la principal autoridad de la corriente intervencionista durante el siglo XX, escribió su obra cumbre, “La teoría general de la ocupación, el interés y el dinero”, en el escenario de la gran crisis de los años treinta, con los Estados Unidos inmerso en lo más hondo de su depresión y luego de que Inglaterra hubiera experimentado tasas de desempleo de dos dígitos. En definitiva, se pensó entonces que no sólo se estaba haciendo una contribución intelectual, sino que se estaba tratando un problema crítico que ponía en peligro la existencia misma de la civilización. El eje de su teoría general era el énfasis en la demanda efectiva, es decir, la demanda agregada. Según el propio Keynes, a corto plazo la demanda efectiva determina la producción, aun cuando ésta acabe por retornar a su nivel natural a largo plazo. Este autor aseguró que era una actitud irresponsable afirmar que la economía retornara por sí a su nivel natural. Bajo esta visión, tratar de equilibrar el presupuesto en un escenario depresivo no sólo es un error, sino uno muy grande y de mucho peligro. En consecuencia, el activo uso de la política fiscal resultaría de vital importancia para retornar a un elevado nivel de empleo. Los activistas consideraron que no hay una relación estrecha entre crecimiento de la oferta monetaria y la tasa de inflación a corto plazo, ya que el crecimiento del dinero es sólo uno de los factores que afectan a la demanda agregada. Las variaciones del tipo de interés apenas afectaban la demanda y la producción. Por esta razón, la política monetaria no ejercía una marcada influencia. Estos atributos, entonces, se consideraban de exclusiva potestad de la política fiscal. Dos décadas más tarde, el auge de este enfoque de posguerra con fundamento en el Estado de Bienestar empezó a languidecer. Muchos descreyeron entonces de esa construcción y su credibilidad emprendió el camino a la baja. Este desplazamiento de énfasis estuvo estimulado, sin dudas, por el lento crecimiento y la inflación elevada que experimentaron los países industrializados hacia los años setenta. En la actualidad, algunos economistas como Jeffry Sachs consideran que en el período limitado por la década del setenta y el año 2008 –en que la crisis financiera volvió a dominar el pensamiento de la administración de Obama y gran parte del partido laborista del Reino Unido– la gestión de la demanda keynesiana estuvo en eclipse intelectual. En esa línea argumental, el nuevo fortalecimiento del keynesianismo en Estados Unidos, obedece a la influencia de Lawrence Summers, exsecretario del Tesoro, Paul Krugman y Joseph Stiglitz, ambos Premio Nobel de Economía, y a la política de dinero fácil de Ben Barnanke, el presidente de la Reserva Federal, fiel a la creencia de que estimular a corto plazo la expansión fiscal y monetaria era necesaria para compensar el colapso de la crisis hipotecaria. En el campo político, la administración de Obama ha consistido en cuatro años de déficit presupuestario estructural (ajustado cíclicamente) de hasta el 10% del producto interno bruto o más, tasas de interés de corto plazo cercanas a cero con el fin de recuperar el desempleo por encima del 6,5% y el nuevo objetivo de la Fed de mantener las tasas cercanas a cero a largo plazo; sin contar, por supuesto, con la decisión sistémica de sostener indefinidos déficit fiscales hasta el año 2022. Empero, la distancia que separa al presidente Obama con la Cámara de Representantes –mayoritariamente republicana– parece no corresponderse con el fulgor de la batalla dialéctica. Al menos, claro está, hasta el acuerdo de agosto del 2011 cuando republicanos y demócratas aprobaron recortes para forzar un pacto de largo alcance sobre la reducción del elevado déficit público, que ha sido superior al 7% en el año 2012. A la luz de los acontecimientos el eje del debate es, sin más ni más, que la recuperación del empleo y el crecimiento económico no han llegado. Éste es un punto de inflexión sobre el que sucumben antiguas alianzas, otrora persuadidas por las dicotómicas ideas keynesianas de estímulo o depresión. Las diferencias, no obstante, son sólo de matices y más grandes en los dichos que en los hechos ya que, con relativas discrepancias, republicanos y demócratas convalidan permanentes déficits fiscales hasta entrada la próxima década. Las reducciones presupuestarias, recientemente iniciadas, consisten en recortes iguales de fondos del Departamento de Defensa y programas no militares entre los ejercicios fiscales 2013 a 2021. En el año 2013, esas reducciones se logran automáticamente mediante la anulación de una porción presupuestaria de recursos (acción reconocida como el secuestro). Esta medida afecta mayormente a programas discrecionales, así como algunos programas y actividades que se financian con gastos obligatorios. Según advirtió la Oficina de Presupuesto del Congreso, los cambios podrían aumentar el nivel de desempleo por encima del 9,1% y amenazaría la recuperación económica de Estados Unidos. Asimismo, en los últimos días, diferentes dependencias del gobierno federal advirtieron sobre las nefastas consecuencias de los recortes en diversas áreas como: el transporte, la educación y las inspecciones sanitarias. Bajo este escenario, no sería descabellado suponer que el gobierno estadounidense padece de un tortuoso ejercicio de austeridad, signado, en partes semejantes, por recortes del gasto y subidas de impuestos. Ahora, no es así, los recortes del gasto son puramente ornamentales y contrastan con el severo mandoble impositivo que recae sobre las espaldas de los contribuyentes. Frente a un descenso en los gastos presupuestados del orden de 9.000 millones de dólares (resultantes de contraer el 0,25% del presupuesto total de 3,563 billones de dólares, asignados en el 2012), los ingresos crecen hasta un 19,63%, lo que equivale a un incremento de la recaudación de 478.000 millones de dólares. Quizás haya sido algo exagerado hablar de “abismo fiscal”. Así, el déficit del presupuesto federal para el año fiscal 2012, de 1,128 billón de dólares o 7,3% del PBI según la estimación de la Oficina de Presupuesto del Congreso, marca el cuarto año consecutivo con déficit billonario. Con estos y otros cambios de política que figuran en el actual ley, el déficit se reducirá a un monto estimado de $ 641.000 millones, para el año fiscal 2013 (o 4% del PIB), aunque seguirá siendo deficitario. Finalmente, sin señales certeras de recuperación real y con una relación deuda/producto que ha superado el 100%, pocos son los motivos para ser halagüeños. Sobre todo, porque en tanto no se advierta que el intervencionismo estatal resulta una amenaza creciente, en la economía mundial, más difícil será resolver el problema. El cual consiste, justamente, en sustraer el ahorro de manos de los gobernados con el fin de que quienes gobiernan lo gasten a su antojo. (*) Doctor en Economía


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