Análisis: ¿A quién le importa la reforma judicial?

Una versión institucional de la teoría del “lawfare”

¿A quién le importa la reforma judicial? Es la pregunta que domina muchos de los análisis sobre la iniciativa del presidente Fernández.

Es necesario aclarar algo: es deseable que la política se anticipe a las demandas de las sociedades. Está en el espíritu de los gobiernos reformistas. Hay ejemplos innumerables: la ley de cupo de 1991, que dispuso que el 30% de las listas de candidatos a cargos electivos fueran ocupados por mujeres. Parecía una excentricidad y hasta generó casos injustificables. Derivó en la ley de paridad de género.


Una reforma judicial es ajena a la agenda cotidiana. Sin embargo, una reforma profunda es algo que se está operando en los hechos con la aplicación progresiva del nuevo código procesal pena
l, una iniciativa que ha respondido a los reclamos de un servicio de justicia más moderno y eficiente y que incorpora agravantes como la violencia de género, mejoras en los tipos penales como el de grooming o engaño pederasta y figuras como la del colaborador eficaz o arrepentido para de delitos de narcotráfico y corrupción, entre varios otros cambios.


Siguiendo una larga tradición en el peronismo que arranca con el primer Perón, el presidente anunció su proyecto de reforma judicial. Apunta a modificar y ampliar el fuero penal federal, que investiga los delitos por corrupción. Como ha reconocido el presidente, nadie puede sorprenderse: el foco de la reforma está puesto en la situación de los (ex) funcionarios imputados por corrupción. La manipulación de los jueces ha sido un ejercicio del que se han valido todos los gobiernos y caracteriza al fuero federal porteño desde su conformación en tiempos de Menem. Entre todos los interesados en qué sucederá allí hoy descuella Cristina Kirchner. Visto desde ese ángulo, la propuesta de Fernández resulta la traducción institucional de la teoría del “lawfare” o persecución que denuncia la vicepresidenta: incluyó también a los medios.


Según se desprende del anuncio de Fernández, el poder político apunta a consolidar un sistema que garantice reglas en los juicios por delitos contra la administración pública. Algo así como una garantía de, por y para la política. Ningún análisis de opinión pública indica que ésta sea una de las preocupaciones que manifiesta la sociedad. Pero aun así, cuesta creer que esas nuevas normas puedan ser establecidas sin un acuerdo político con la oposición, una posibilidad lejana.


A esa propuesta del presidente se agregó en los últimos meses la de ampliación y modificación de la Corte Suprema, una idea en la que Fernández ha dicho en ocasiones que no cree. Todo el mundo puede cambiar de opinión, es verdad. El problema de este presidente es el énfasis en sus posiciones y cómo regresar de ellas. La inspiración para modificar el tribunal parece haber surgido en el Instituto Patria.

La Corte ha sido un blanco sistemático de la vicepresidenta Kirchner en el último tiempo: allí esperan respuesta al menos tres recursos presentados por la defensa de la expresidenta en el marco del juicio oral por la causa de la obra pública en Santa Cruz con el propósito de mínima de demorar el trámite. El objetivo parece ahora más ambicioso: la designación de su abogado personal en el comité de consulta que analizará los cambios en la Corte resulta inquietante, por decir lo menos.


En un paisaje económico y social alarmante, la reforma es la primera iniciativa del gobierno desde el estallido de la crisis sanitaria por el coronavirus. No ha apelado ni siquiera al impulso del aborto legal, que hasta la pandemia figuraba en el tope de su agenda parlamentaria. Es un dato que habla de la relevancia de este proyecto para la estabilidad del Frente de Todos.
Ayer el presidente propuso superar la “crisis de credibilidad” de la justicia. Nadie puede reprocharle eso. Antes deberá, sin embargo, renovar sus propias credenciales.


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