Año electoral en Argentina: un concurso de popularidad


El personalismo exagerado típico de la política nacional no sirve para producir buenos gobiernos. Líderes carismáticos con programas realistas ¿es mucho pedir?


El jefe de Gobierno de la ciudad de Buenos Aires, Horacio Rodríguez Larreta, con buena imagen, pero escaso carisma.

Año impar, año electoral. Fue de prever, pues, que a partir del 1º de enero comenzarían a proliferar encuestas confeccionadas por especialistas en medir el poder de atracción de políticos que están preparándose para las campañas que los mantendrán ocupados hasta los días finales de octubre. Para muchos, el que haya elecciones a la vista es motivo de alivio; no se sentirán obligados a concentrarse en la búsqueda de soluciones concretas para el sinnúmero de problemas que afligen al país.

A juzgar por los resultados de los sondeos más recientes, ningún político tiene demasiados motivos para felicitarse; en casi todos los casos las imágenes registradas son más negativas que positivas. Una excepción a esta regla deprimente ha sido suministrada por el jefe porteño Horacio Rodríguez Larreta, de ahí la decisión del gobierno nacional de privarlo de dinero y, espera, del nivel de apoyo que tenga en su feudo “opulento” cuando la carrera electoral entre en una fase decisiva. Con razón o sin ella, Cristina, Alberto Fernández y sus respectivos partidarios dan por descontado que, como decía hace ya más de un cuarto de siglo el asesor estrella del entonces candidato presidencial norteamericano Bill Clinton, “es la economía, estúpido”.

La buena nota conseguida por Rodríguez Larreta puede atribuirse a la impresión difundida -la que fue fortalecida inadvertidamente por el deseo pasajero de Alberto de hacer pensar que en la lucha contra la pandemia la oposición colaboraba con el gobierno nacional- de que su gestión ha sido eficaz y que no es considerado un corrupto.

¿Ello quiere decir que la mayoría estaría dispuesta a votar por candidatos que, además de saber administrar, son honestos? Sería reconfortante creerlo, pero sucede que para muchos tales cualidades pesan menos que la presunta voluntad de repartir beneficios que ayudan a quienes menos tienen a poner comida en la mesa, de ahí la simpatía que tantos habitantes del conurbano bonaerense y las provincias menos desarrolladas del norte y el sur del país siguen sintiendo por Cristina, una política que nunca se ha destacado ni por sus dotes administrativas ni por su honestidad personal pero que, por razones misteriosas, aún conserva el apoyo de más de diez millones de personas sumamente pobres.

En un país presidencialista, para no decir “hiperpresidencialista”, como la Argentina, la imagen personal de un político importa mucho más que sus ideas. Si es “carismático”, puede darse el lujo de creer en virtualmente cualquier cosa sin correr el riesgo de perder votos, pero de tratarse de un hombre o mujer que por algún motivo no logra entusiasmar a los demás, ni la inteligencia ni las aptitudes prácticas que posee le servirán para obtener lo que necesitaría para triunfar.

La situación es otra en países en que el sistema de gobierno es parlamentarista. En ellos, políticos que carecen por completo del “carisma” necesario para entusiasmar a multitudes sí pueden incidir decisivamente en el rumbo emprendido por la sociedad. Con todo, a veces la falta de nexos emotivos con amplios sectores que suelen caracterizarlos ocasiona problemas políticos muy graves.

Aunque es legítimo argüir que, en un mundo que se ha hecho tan complejo como el que nos ha tocado, un gobierno de “tecnócratas” que se resisten a dejarse influir por las vicisitudes a menudo irracionales de la opinión pública es mejor que la alternativa, en tiempos de crisis pueden resultar inmanejables las tensiones provocadas por el distanciamiento así supuesto.

En Europa, donde la tecnocracia está atrincherada hasta tal punto que a veces es muy difícil identificar a los responsables de tomar decisiones que afectan la vida de países enteros, el Brexit pudo atribuirse a la negativa de una mayoría de los británicos a dejarse gobernar por “funcionarios anónimos no elegidos”. Si bien parecería que es escasa la posibilidad de que los franceses, suecos, italianos y otros opten por hacer lo mismo, muchos gobiernos nacionales están esforzándose por “repatriar” facultades que sus antecesores habían cedido a las autoridades de la Unión Europea.

A esta altura, parece evidente que el personalismo exagerado que es típico de la política argentina no sirve para producir buenos gobiernos. Antes bien, hace cada vez más ruinoso un proceso degenerativo que se remonta a la primera mitad del siglo pasado y que ha llevado el país a su situación actual. Para que dejara de hacerlo, tendrían que surgir líderes que, además de ser lo bastante “carismáticos” como para cosechar muchísimos votos, serían capaces de llevar a cabo un programa de recuperación realista. ¿Es mucho pedir? Puede que lo sea, pero hasta que algo así suceda el show al cual nos hemos acostumbrado seguirá su curso.


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