Blanco y negro
Como sus homólogos de otros países, el presidente Néstor Kirchner ha declarado la guerra a la economía «negra», razón por la cual emprendió un nuevo intento de persuadir a los empleadores de formalizar su relación con sus trabajadores en situación irregular, con la esperanza de conseguir más ingresos para el fisco y de asegurar que todos disfruten de la protección de la ley. Sin embargo, puesto que conforme a las cifras disponibles parecería que la mitad de los empleados del país está total o parcialmente en negro, la tarea que Kirchner se ha propuesto es tan difícil que no debería extrañarle a nadie que los esfuerzos de todos los gobiernos anteriores, sin excluir a los militares, en este ámbito hayan brindado resultados decepcionantes. Por ser el «país formal» tan distinto del «país real», pronto descubrirá el presidente lo fuerte que es la tentación de dejar las cosas como están porque, en la fase inicial por lo menos, las medidas destinadas a expandir la Argentina legal a costa de su versión semiclandestina casi siempre serán contraproducentes. Que éste haya sido el caso es lógico: un empleado en negro cuesta mucho menos que uno en blanco -si no fuera así todos respetarían los reglamentos vigentes-, de modo que si el gobierno logra reducir al mínimo el trabajo irregular, la primera consecuencia sería con toda probabilidad un aumento brutal de la desocupación. Se trata de una iniciativa necesaria porque ningún gobierno que se precie podría sentirse conforme cuando una parte significante de la economía se maneja según sus propias reglas al margen de la ley, pero dadas las circunstancias sorprendería que el plan de Kirchner hiciera mella en la informalidad que a muchos es perfectamente normal. Ante un panorama como el existente, el gobierno no podrá depender únicamente de las amenazas, que para funcionar tendrían que ser mucho más convincentes que las formuladas en el pasado. Si Kirchner fuera un mandatario declaradamente «neoliberal» o «conservador», podría estar listo para asumir el riesgo que le supondría impulsar medidas contundentes que afectarían de manera muy negativa a muchas personas de ingresos bajos, pero sucede que quiere brindar la impresión de ser un presidente popular que está más interesado en el bienestar de la gente común que en ayudar a los empresarios, aunque se tratara de los dueños de pequeños talleres artesanales. Por mucho que el gobierno insista en que los blancos de la campaña contra el trabajo en negro son empleadores inescrupulosos, no los trabajadores que están siendo explotados, no cabe duda de que estos últimos serían los más perjudicados si, como parece inevitable, las sanciones que se apliquen provocan el cierre de empresas acaso rudimentarias pero así y todo capaces de dar un ingreso, por exiguo que fuera, a personas que de otro modo no percibirían nada. Si sólo fuera cuestión de una franja poco importante, los costos de combatirla no serían insoportables, pero por desgracia no habrá forma en la que el gobierno podría castigar a los empresarios que violan la ley sin golpear también a quienes dependen de ellos. La razón por la que el trabajo en negro, como la evasión fiscal, ha alcanzado proporciones tan gigantescas no es que los habitantes del país sean transgresores natos que están acostumbrados a mofarse de las leyes y de los reglamentos oficiales, sino que en todos los niveles el Estado es ineficaz, cuando no corrupto, debido a su colonización por políticos resueltos a convertirlo en un colosal aparato clientelista, objetivo que en muchas partes del país han alcanzado. Por lo tanto, cualquier ofensiva seria que se emprenda contra la informalidad laboral tendría que ser precedida por una serie de reformas destinadas a permitir que por fin el Estado se ponga en condiciones de desempeñar sus funciones con la misma eficiencia que sus equivalentes de Europa, Estados Unidos y del Japón. Si bien en el resto del mundo no ha sido posible eliminar por completo el trabajo en negro o la evasión fiscal, en ningún país desarrollado, ni siquiera en Italia, es la situación tan mala como en el nuestro porque en ninguno ha sido tan politizada la administración pública. Mientras no se modifique esta realidad, las esporádicas campañas oficiales contra la economía negra seguirán fracasando.
Como sus homólogos de otros países, el presidente Néstor Kirchner ha declarado la guerra a la economía "negra", razón por la cual emprendió un nuevo intento de persuadir a los empleadores de formalizar su relación con sus trabajadores en situación irregular, con la esperanza de conseguir más ingresos para el fisco y de asegurar que todos disfruten de la protección de la ley. Sin embargo, puesto que conforme a las cifras disponibles parecería que la mitad de los empleados del país está total o parcialmente en negro, la tarea que Kirchner se ha propuesto es tan difícil que no debería extrañarle a nadie que los esfuerzos de todos los gobiernos anteriores, sin excluir a los militares, en este ámbito hayan brindado resultados decepcionantes. Por ser el "país formal" tan distinto del "país real", pronto descubrirá el presidente lo fuerte que es la tentación de dejar las cosas como están porque, en la fase inicial por lo menos, las medidas destinadas a expandir la Argentina legal a costa de su versión semiclandestina casi siempre serán contraproducentes. Que éste haya sido el caso es lógico: un empleado en negro cuesta mucho menos que uno en blanco -si no fuera así todos respetarían los reglamentos vigentes-, de modo que si el gobierno logra reducir al mínimo el trabajo irregular, la primera consecuencia sería con toda probabilidad un aumento brutal de la desocupación. Se trata de una iniciativa necesaria porque ningún gobierno que se precie podría sentirse conforme cuando una parte significante de la economía se maneja según sus propias reglas al margen de la ley, pero dadas las circunstancias sorprendería que el plan de Kirchner hiciera mella en la informalidad que a muchos es perfectamente normal. Ante un panorama como el existente, el gobierno no podrá depender únicamente de las amenazas, que para funcionar tendrían que ser mucho más convincentes que las formuladas en el pasado. Si Kirchner fuera un mandatario declaradamente "neoliberal" o "conservador", podría estar listo para asumir el riesgo que le supondría impulsar medidas contundentes que afectarían de manera muy negativa a muchas personas de ingresos bajos, pero sucede que quiere brindar la impresión de ser un presidente popular que está más interesado en el bienestar de la gente común que en ayudar a los empresarios, aunque se tratara de los dueños de pequeños talleres artesanales. Por mucho que el gobierno insista en que los blancos de la campaña contra el trabajo en negro son empleadores inescrupulosos, no los trabajadores que están siendo explotados, no cabe duda de que estos últimos serían los más perjudicados si, como parece inevitable, las sanciones que se apliquen provocan el cierre de empresas acaso rudimentarias pero así y todo capaces de dar un ingreso, por exiguo que fuera, a personas que de otro modo no percibirían nada. Si sólo fuera cuestión de una franja poco importante, los costos de combatirla no serían insoportables, pero por desgracia no habrá forma en la que el gobierno podría castigar a los empresarios que violan la ley sin golpear también a quienes dependen de ellos. La razón por la que el trabajo en negro, como la evasión fiscal, ha alcanzado proporciones tan gigantescas no es que los habitantes del país sean transgresores natos que están acostumbrados a mofarse de las leyes y de los reglamentos oficiales, sino que en todos los niveles el Estado es ineficaz, cuando no corrupto, debido a su colonización por políticos resueltos a convertirlo en un colosal aparato clientelista, objetivo que en muchas partes del país han alcanzado. Por lo tanto, cualquier ofensiva seria que se emprenda contra la informalidad laboral tendría que ser precedida por una serie de reformas destinadas a permitir que por fin el Estado se ponga en condiciones de desempeñar sus funciones con la misma eficiencia que sus equivalentes de Europa, Estados Unidos y del Japón. Si bien en el resto del mundo no ha sido posible eliminar por completo el trabajo en negro o la evasión fiscal, en ningún país desarrollado, ni siquiera en Italia, es la situación tan mala como en el nuestro porque en ninguno ha sido tan politizada la administración pública. Mientras no se modifique esta realidad, las esporádicas campañas oficiales contra la economía negra seguirán fracasando.
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