Bolivia, nuestra Sudáfrica

Los análisis realizados en torno a la, por momentos, caótica situación boliviana, en general tienden a responder a ideologías predeterminadas. Según la óptica de una parte de la opinión, Evo Morales ha sido un dictador, que ha intentado perpetuarse en el poder por métodos fraudulentos o inconstitucionales. Para otro sector, el derrocado ha sido un gobierno progresista víctima de una conspiración de la derecha racista y con el inevitable apoyo del imperialismo norteamericano.


Una lectura más atenta revelaría que hay facetas que escapan a los parámetros comunes de izquierdas y derechas y que tornan el dilema que enfrenta al país andino en indescifrable y, por momentos, sumamente preocupante.


El de Morales es el primer gobierno indígena elegido en el continente por métodos electorales propios de una democracia moderna. Ha habido presidentes indígenas o mestizos como Benito Juárez o Lázaro Cárdenas en México, o Alejandro Toledo en Perú. No son los únicos, pero el caso boliviano es singular porque refleja la intención de un grupo étnico, los aymará, de elegir deliberadamente un presidente de su linaje e identificarse con símbolos que, como su bandera, no representan a la totalidad de la población del país.


Morales ha gobernado Bolivia durante 14 años y su gestión ha sido asombrosamente exitosa. Ha disminuido la pobreza y la desocupación. Su inflación es comparable a la de los países más estables de Europa. La tasa de crecimiento anual ha rondado el 4 %. La banca internacional le reconoce su confiabilidad aplicándole las tasas más bajas de la región, etcétera.
Los métodos empleados por el presidente renunciante para lograr la estabilidad financiera y económica del país no difieren de los utilizados por los gobiernos europeos o americanos, conservadores o socialistas, que para los estándares de la izquierda vernácula, son propias de la execrada derecha. Son, para decirlo sin eufemismos, la antítesis de lo que representa Nicolás Maduro en Venezuela y mucho más aproximado a Sebastián Piñera en Chile.


No es la única originalidad del caso boliviano. La base del crecimiento, la locomotora que ha arrastrado al resto de la economía del altiplano, ha sido Santa Cruz de la Sierra. En base a sus recursos petrolíferos, los cultivos de soja y en general la expansión de su frontera agrícola, Santa Cruz es por lejos, el Estado más rico de los que conforman Bolivia.


Pero Santa Cruz es además el centro de la oposición a Evo. Es también el único Estado donde los indígenas son minoría y enfrentan una mayoría mestiza o de origen europeo, muchos de cuyos integrantes consideran a los indígenas ciudadanos de segunda categoría. Uno de sus sectores más activos lo constituyen los religiosos evangelistas, que hace pocos meses demostraron su poder electoral en Brasil, el gigantesco vecino de Santa Cruz.


El lado oscuro de Morales es su apego limitado a la democracia. La invoca solamente en cuanto lo beneficia, como la utilización de la mayoría electoral para su legitimación. Pero en lo demás, consideró a la Constitución como una regla lesbia que debe acomodarse a su voluntad de perpetuarse en el poder.


Para desalojar a un gobierno ilegítimo o dictatorial es necesario rebelarse, lo que supone en mayor o menor grado el uso de la fuerza. Importa poco si se lo consideró o no golpe de Estado. Por no usar la fuerza, el gobierno de Maduro ha enviado al destierro o a la pobreza a millones de sus ciudadanos. El oponerse a una dictadura en nombre de la libertad es un derecho y un deber. El gobierno que lo reemplaza puede restablecer el orden democrático o inaugurar una nueva dictadura. El actual Congreso que está funcionando ha acordado la convocatoria a nuevas elecciones, ha aceptado la anulación de los cuestionados comicios y ha admitido la exclusión constitucional del presidente depuesto por unanimidad. Incluyendo la representación del MAS, el partido de Evo que detenta la mayoría en las dos cámaras.


Si la probable mayoría indígena tiene como único ingrediente aglutinante el color de la piel, la alternancia se torna en imposible y la minoría debería resignarse al mismo rol secundario que los indígenas rechazan justificadamente como indignantes.



Pero la democracia boliviana tiene un desafío inquietante. Si la probable mayoría indígena tiene como único ingrediente aglutinante el color de la piel, la alternancia se torna en imposible y la minoría debería resignarse al mismo rol secundario que los indígenas rechazan justificadamente como indignantes. La sombra de Nelson Mandela, cuya contribución más inolvidable fue comprender que la democracia es la que se funda no solo en el gobierno de la mayoría sino también en el respeto a las minorías, parece lejana en el horizonte boliviano.


Si los partidarios de Morales han admitido las elecciones confiando en que su pertenencia racial les asegura la victoria, no desaparecerán las tensiones que agitan a la endeble democracia boliviana. Si no existe consenso para que ambas partes acuerden las bases para una coexistencia civilizada, el escenario del país mediterráneo amenaza desembocar en la secesión de una parte del país o, lo que es el peor de los escenarios posibles, derivar en una trágica guerra civil.


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