La rebelión populista

Para los conformes con lo que algunos aún califican de normalidad, el año que acaba de terminar estuvo lleno de sorpresas ingratas. En la mayoría de los países democráticos, los partidos políticos tradicionales, tanto los socialistas como los conservadores y centristas, perdieron terreno frente a agrupaciones novedosas encabezadas por personajes resueltos a luchar contra las elites globalizadoras que, según ellos, sienten un profundo desprecio por el hombre común.

No hay señales de que esté por agotarse la rebelión contra el orden establecido. Antes bien, parece destinada a cobrar más fuerza. Aun cuando los norteamericanos logren deshacerse de Donald Trump, lo que representa la negativa a someterse a la tutela de sectores supuestamente esclarecidos, permanecerá.

Mientras tanto, en el viejo continente, muchos temen que “los populistas” –que ya han obligado a los gobiernos de sus países respectivos a reconocer que la inmigración masiva ha creado una situación sumamente peligrosa– arrasen en las elecciones para el Parlamento Europeo que se celebrarán en mayo.

En el mundo anglosajón los viejos partidos siguen dominando el escenario institucional, pero todos –el Republicano y Demócrata en Estados Unidos, el Conservador y Laborista en el Reino Unido– están experimentando crisis de identidad que, si no fuera por las aspiraciones electorales de sus dirigentes, los despedazarían.

A los republicanos norteamericanos no les gusta para nada la política exterior de Trump y lo único que mantiene unidos a los demócratas es el horror que les producen las truculentas bufonadas del magnate.

En el otro lado del Atlántico, son muchos los Tories que son contrarios al Brexit y por lo tanto a la primera ministra Theresa May, mientras que el grueso de los parlamentarios laboristas lamenta que su partido haya caído en manos de una secta marxista y antisemita, razón por la que no ha podido sacar provecho del desorden que impera en las filas gubernamentales.

En el continente Europeo, Italia ya está en manos de La Liga, cuyo líder, Matteo Salvini, se ufana de su voluntad de expulsar a medio millón de inmigrantes ilegales; Austria tiene un gobierno que no quiere permitir la entrada de extracomunitarios mayormente musulmanes; en Alemania el partido opositor principal es nacionalista y euroescéptico; y en Francia los “chalecos amarillos”, respaldados por la derechista Marine Le Pen y por la izquierdista Jean-Luc Mélenchon, han puesto en graves apuros al presidente centrista Emmanuel Macron.

Mirando con satisfacción los conflictos que se han desatado están los gobernantes de Hungría, la República Checa, Polonia y otros países del ex bloque soviético que, para indignación de quienes manejan la Unión Europea desde Bruselas, se niegan a abrir las puertas a asiáticos y africanos.

Lo que está ocurriendo se debe sólo en parte a la evolución, que para millones ha sido muy negativa, de las economías del mundo desarrollado.

También está en marcha un cambio cultural.

Los norteamericanos que votaron por Trump y los europeos que apoyan a dirigentes denigrados como “populistas”, “xenófobos” o “neofascistas”, están repudiando a elites cuyos miembros no vacilan en informarles que son mucho más inteligentes, mejor instruidos, más sensibles, más solidarios y más progresistas que los de generaciones anteriores o, huelga decirlo, de los cavernícolas reaccionarios que se animan a mofarse de sus pretensiones.

Los partidarios de la globalización están convencidos de que el Estado Nación es una antigualla que no está en condiciones de enfrentar fenómenos como los cambios climáticos, la polución ambiental, las migraciones multitudinarias, los feroces conflictos sectarios, las tormentas financieras y el impacto de las nuevas tecnologías.

Por su parte, los populistas pueden señalar que, de todas las formas de organización social que se hayan ensayado, la que produjo el Estado Nación ha sido la más exitosa, puesto que ninguna otra, con la eventual excepción de las basadas en ciertos cultos religiosos, ha permitido que grandes cantidades de individuos, a veces centenares de millones, se sientan integrantes de una comunidad determinada por la que valdría la pena morir.

Será por tal motivo que virtualmente todos los países son cada vez más los que se aferran a la nacionalidad como tabla de salvación. En una época tan confusa como la actual en que el futuro se ha vuelto terriblemente borroso y ya no sirven los viejos mapas ideológicos, es comprensible que muchos quisieran regresar a lo que, hasta hace un par de décadas, les parecía ser un lugar relativamente firme y por lo tanto seguro desde el cual podrían afrontar los desafíos planteados por los tiempos que corren.

“Los votantes repudian a elites que no vacilan en informarles que son mejor instruidos, más inteligentes, sensibles, solidarios y progresistas que los de generaciones anteriores”.

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“Los votantes repudian a elites que no vacilan en informarles que son mejor instruidos, más inteligentes, sensibles, solidarios y progresistas que los de generaciones anteriores”.

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