“Cuando hablamos, somos iguales”

Luego estudió peluquería y hoy atiende en su local a clientes que “podrían ir a hacerlo a Nueva York”.

Para llegar a la peluquería de Miguelito hay que caminar primero un pasillo largo. Luego de pasar una rockería y unas oficinas se llega a Hueney, ese pequeño salón de la vieja Galería Iommi donde trabaja y que es un poco la antítesis de su historia anterior. Miguel Ángel Ramírez o “Miguelito” era, hasta hace unos siete años, un hombre “de la calle” y un poco disfrutaba esa libertad. Lustraba zapatos a tiempo completo en el centro de Neuquén, desde que tenía unos 13 años y un amigo suyo, alias “El rengo”, le dijo “vos ponete un poquito más allá que yo te vea y empezá a lustrar”. Miguel se había armado su equipo de trabajo con un cajón de frutas. Como no tenía con qué cortar la madera la fue debilitando de a un clavito a la vez, hasta que consiguió quebrarla en las medidas deseadas. Su primera zona fue el Bajo, que por ese momento, dice, “era muy pesado” porque había muchos chicos de la calle que vivían de eso y que no tenían nada para perder. Él había llegado a esa situación después de abandonar el horno de ladrillos, su casa del barrio San Lorenzo y un padrastro golpeador. “Yo me lo tomaba con la súper responsabilidad, trataba de aprender y hacer lo mejor posible. Si el cliente estaba apurado trataba de apurarme, si no charlaba, trataba de conocerlo. Así te vas haciendo de conocidos, de amigos”, explica. Miguel se tomó tan en serio su trabajo que lo defendió “a las piñas”, incluso cuando se trasladó al Alto pensando que sería un lugar más tranquilo. “Cuando me venían a joder un poco, pumba, se armaba la rosca. Me vivía agarrando a trompadas y de a poco terminé quedando solo”, confiesa entre risas. Con la peluquería se relacionó también desde chico. Estando él en la calle conoció a un peluquero y trabajador ferroviario al que llamaban Yaco y que tenía un salón en la misma galería donde hoy está Hueney. “Yo miraba como cortaba él y más o menos me daba cuenta. Ahí me nació la intriga de cómo se cortaba el pelo y me di cuenta de que yo le podía cortar a mis hermanos”, recuerda. Miguel no dudó y probó con uno de ellos. Le hizo un “deschanque, una achicada de cabeza”. “No sé, agarré, le puse una bolsa y le corté el pelo”, le dijo a Yaco cuando éste, incrédulo, le preguntó por el cómo. A esa primera experiencia Miguel le fue sumando otras con los consejos de Yaco y las herramientas que le regalaba. “Vos vas a andar bien”, le dijo más de una vez. Pronto se convirtió en un hobby, hasta que en 1998, ya adulto y casado, Miguel le dijo a su esposa María Elena que le gustaría estudiar peluquería. “Hacelo ahora porque si dejás un día va a pasar un año”, le dijo ella. En 1999 recibió su diploma de la Unión de Peinadores y el 2 de enero de 2006 dejó el cajón de lustrabotas y abrió su peluquería, en un local que le compró a Iommi cuando el peluquero Yaco se retiró. “Ahí está, fondeado todavía, me acompaña”, señala. La clientela de Hueney –“amigo” en mapudungun– es “gente que conocí en la calle”, dice Miguel. “Le corto a gente que no lo puedo creer, que podría ir a cortarse a Nueva York todos los meses y, sin embargo, vienen y se cortan acá, se sientan en ese sillón y se lavan la cabeza ahí”, exagera Miguel y reflexiona: “Por ahí pasa porque estemos juntos, que charlemos de cómo somos nosotros. Me doy cuenta de que cuando hablamos, somos iguales”.

Miguel Ángel Ramírez, “Miguelito”, 41 años. Casado con María Elena. Dos “enanos”, Franco y Rosario. Es de Neuquén, pero “por poco” no nació en la Línea Sur. Barrio Confluencia

Luis García


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