Al ganador le espera un premio explosivo

Decía Joseph-Marie de Maistre que cada pueblo tiene el gobierno que se merece. Desde su lugar en el más allá, el saboyano cascarrabias habrá tomado el extraño caso argentino por evidencia de que estaba en lo cierto. Si el pueblo está por sufrir nuevamente los rigores de un ajuste que nadie quiere, y que podría verse seguido por estallidos sociales y una gran crisis política, es porque hasta hace muy poco la mayoría apoyó a quienes hacían inevitables tales desgracias. El domingo pasado, dicha mayoría dio a entender que había cambiado de opinión y que quería liberarse de la, para muchos, insoportable tutela kirchnerista. Ya no apuesta por la continuidad. Puede que el temor a lo que, pase lo que pasare en el cuarto oscuro el 22 de noviembre, está por suceder en el ámbito económico le permita a Daniel Scioli conseguir los votos necesarios para derrotar a Mauricio Macri, pero mal que le pese el gobierno resultante se vería obligado a tomar medidas muy parecidas a las insinuadas por su rival. Aun cuando Scioli lo quisiera con toda su alma, no sería capaz de prolongar por muchos días más la vida del moribundo “proyecto” K. Si triunfa, será su sepulturero. ¿Lo entiende el exdeportista que ha sido sucesivamente menemista, duhaldista y últimamente, jura, un servidor leal de Néstor y Cristina que cree con fervor en las verdades militantes? Parecería que no, que está tan resuelto a ganar el premio más codiciado de la política nacional que ni ha tenido tiempo para preocuparse por la tarea hercúlea que, de triunfar, sería suya, pero si, como a esta altura luce más probable, Macri termina alzándose con el trofeo, el perdedor tendría buenos motivos para sentirse aliviado. Scioli no carece de méritos, pero dista de ser la persona indicada para guiar un país en crisis a través del campo cuidadosamente minado que la presidenta, Axel Kicillof y otros funcionarios le están preparando. Aunque sólo fuera por su condición de opositor, Macri está mejor calificado para enfrentar el desafío, ya que, aparte de algunas manifestaciones de aprobación preelectorales destinadas a tranquilizar a quienes dependen de subsidios, nunca ha fingido comulgar con el fantasioso culto kirchnerista. Con todo, el ingeniero también tendría que justificar ante la ciudadanía su propia resistencia a advertirle que el despilfarro no es una opción para los encargados de un país sin reservas ni acceso al crédito internacional. Por un rato, acaso un rato muy largo, al próximo gobierno le será necesario administrar un gasto público decididamente inferior al que muchos se han acostumbrado. Es por lo tanto comprensible que la gobernabilidad encabece la lista de prioridades de los líderes de la coalición Cambiemos. Macri insiste en que la resignación es mala, que no existe ninguna razón objetiva por la que la Argentina debería conformarse con una economía raquítica, enormes bolsones de miseria, instituciones destartaladas, corrupción ubicua, mendacidad gubernamental y otras lacras porque cuenta con recursos suficientes como para aspirar a algo mejor. En principio, no se equivoca, pero es legítimo sentir cierto escepticismo: desde hace décadas políticos de todos los credos concebibles nos están asegurando que el país cuenta con tantas ventajas que, para citar al expresidente Eduardo Duhalde, o el sociólogo brasileño Hélio Jaguaribe, está “condenada al éxito”. ¿Será capaz una sociedad que, para la extrañeza de todos los interesados en sus vicisitudes, se las ha arreglado para precipitarse en un pozo profundo, a salir de él sin transformarse en otra radicalmente distinta? No hay muchos motivos para creerlo. A partir de las décadas iniciales del siglo pasado, no ha dejado de ampliarse la brecha que se da entre las expectativas a primera vista razonables de los habitantes del país y lo efectivamente logrado por quienes lo han gobernado. La frustración resultante impulsó una serie de golpes de Estado militares hasta llegar una mayoría abrumadora a la conclusión de que el remedio así supuesto era peor que la enfermedad, pero tampoco han sabido curarla los gobiernos democráticos posteriores. Tarde o temprano, con la excepción provisora del kirchnerista, todos caerían víctimas de la impaciencia creciente de los muchos que, luego de ser informados que merecían vivir mejor, esperaban que los triunfadores de las elecciones más recientes les dieran lo que les habían prometido. La negativa de la mayoría a reconocer que “el cambio” tan ansiado requeriría muchísimo esfuerzo y, de todos modos, no podría concretarse en un par de años enfrenta a los políticos con un dilema difícil. Para alcanzar el poder, tienen que expresar un grado irracional de voluntarismo; para gobernar bien, les es preciso obrar con realismo. Es por tal motivo que, después de ganar una elección, el triunfador de turno suele decir que, para su asombro, acaba de enterarse de que el estado de la economía es infinitamente peor de lo que le habían dado a entender y que por lo tanto no tendría más alternativa que apretar el cinturón nacional. La forma elegida por Néstor Kirchner, Cristina y sus laderos para reconciliar las expectativas con la realidad era otra. Con cinismo por parte de Néstor y, según parece, por convicción sincera en el caso de quien pronto sería su viuda, decidieron culpar al mundo por el fracaso colectivo, para entonces tratarlo como un episodio más de un gran drama maniqueo en que los buenos, ellos, luchaban heroicamente contra las huestes del mal, es decir, contra todos los demás. Aunque en términos políticos, el esquema así supuesto funcionó muy bien, no sirvió para impedir que la decadencia económica, institucional y social continuara agravándose. Por algunos años, los kirchneristas lograron minimizar los costos políticos de lo que hacían con propaganda cada vez más estridente, pero, luego de conseguir Cristina el 54% de los votos en las elecciones presidenciales de 2011, la ciudadanía comenzó a darse cuenta de que la había engañado. Así y todo, sería tan fuerte la voluntad de prolongar el statu quo por algunos meses más que hasta vísperas del domingo pasado una oposición reacia a señalar que la Argentina se deslizaba una vez más hacia la bancarrota no pareció tener la entereza anímica necesaria para poner fin a la hegemonía kirchnerista, de ahí la sorpresa mayúscula que fue motivada por la muy buena elección de Macri y, más aún, por la de María Eugenia Vidal en la provincia de Buenos Aires.

James Neilson

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