Democracia sin partidos

ALEARDO F. LARÍA (*)

En un momento en que todas las miradas se dirigen a evaluar los resultados de las primarias conviene detenerse a observar cuestiones más relevantes para el futuro de nuestro país, como la referida al estado de nuestro sistema de partidos políticos. Desde esa perspectiva, se percibe que la carrera por el premio mayor de la presidencia provoca un deslumbramiento en todos los actores que los lleva a cometer errores estratégicos causados por una visión de corto plazo. Los resultados de las primarias confirman esa impresión. La salud de la democracia está estrechamente vinculada con la vitalidad de los partidos políticos. Si éstos son débiles, carecen de consistencia y –si además– realizan alianzas que resultan incomprensibles para sus adherentes, no cumplen la importante función que tienen en la democracia: ser correas de transmisión de las aspiraciones de los ciudadanos. Jorge Lazarte ha analizado los déficits de representatividad de los partidos políticos en América Latina y la pérdida de su función mediadora. Por función mediadora, siguiendo a Sartori, entiende la realización de tres tareas esenciales: la representativa, la expresiva y la canalizadora. En relación con la primera, existen datos empíricos que confirman que la población no se siente suficientemente representada por los partidos políticos. Tampoco los partidos cumplen con su función expresiva, entendida como la misión de ser correa de transmisión de las demandas populares. Los partidos parecen ensimismados en las luchas competitivas entre sus líderes y lo que hacen es trasladar sus propios problemas. La población no percibe que sus opiniones y demandas sean canalizadas por el sistema político. Influyen además otras circunstancias que contribuyen a su desprestigio. Los partidos se han hecho menos ideológicos y, envueltos en su pragmatismo, llevan a cabo uniones y alianzas antes inimaginables, lo que es percibido como un afán desmedido por hacerse con el poder. La salud de los partidos políticos argentinos ha quedado enormemente quebrantada con la crisis del 2001, pero luego han tenido que recibir las embestidas de un presidencialismo agresivo que los ha dejado peor de lo que estaban. El uso del presupuesto público para quebrar lealtades partidarias ha dado lugar a un fenómeno de dislocación que resulta muy difícil corregir. La metodología adecuada para recomponer el sistema de partidos es la elaboración paciente de un nuevo entramado de alianzas que opere sobre el eje de las coincidencias ideológicas. Si no existe una visión compartida acerca de los problemas y sus soluciones no se puede avanzar demasiado. Resulta difícil imaginar la posibilidad de construir un edificio sin bases firmes, que en un partido político son siempre las coincidencias ideológicas y programáticas. Observando el panorama político anterior a las primarias, se daban interesantes condiciones para conformar dos espacios ideológicamente homogéneos: uno, conformado por una coalición de centroderecha en la que se podría situar a Mauricio Macri, Eduardo Duhalde, Carlos Reutemann y Francisco de Narváez y, enfrente, otra coalición de centroizquierda permitía pensar en un espacio donde convivieran Ricardo Alfonsín, Margarita Stolbizer, Elisa Carrió, Hermes Binner y Pino Solanas. El exceso de personalismo, la mirada puesta en el sillón de Rivadavia y los errores de cálculo frustraron la posibilidad de conformar esos frentes o coaliciones naturales. Las cartas se barajaron mal para dar lugar a la conformación de unos armados electorales que parecen estar destinados a no sobrevivir al resultado de las elecciones generales de octubre. Para mayor agravante, las reglas de juego del sistema presidencialista hacen que los candidatos presidenciales derrotados queden fuera de juego durante cuatro largos e interminables años. En un sistema parlamentario, por el contrario, los líderes de la oposición derrotados, como cabezas de listas de diputados, siguen operativos en el Parlamento, cumpliendo una importante labor de oposición que les permite mantener el dinamismo de sus fuerzas. Frente a ese panorama desolador, se alza amenazante la continuidad de un hiperpresidencialismo devastador para los partidos políticos y tremendamente peligroso para el funcionamiento regular de la democracia. Los modos informales de apuntalamiento del poder presidencial lo han convertido en una fortaleza inexpugnable. Mientras conservemos un sistema de monarquía presidencial, como es lógico prever, los presidentes seguirán comportándose como curtidos y experimentados monarcas medievales. (*) Abogado y periodista


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