Dentro de una burbuja ideológica

La última carta de Cristina Fernández en Facebook, en la que denuncia la emergencia de un "partido judicial", es reveladora de su dificultad cognitiva para ponerse en el lugar del otro.

COLUMNISTAS

La tolerancia exige un acercamiento al pensamiento del otro, un esfuerzo por entenderlo. Cuando sólo se lo descalifica, esa posibilidad se pierde. En ocasiones, la intolerancia es una muestra de inseguridad, un modo de blindarse, de no dar el brazo a torcer, lo que causa un enorme daño a propios y ajenos, puesto que se pierde la oportunidad de corregir los inevitables errores humanos.

Nadie puede tener la absoluta certeza de que sus opiniones o diagnósticos son los más correctos. Con mayor razón, quien ejerce la presidencia y pretende hablar en nombre de los «40 millones de argentinos». Debería ser una persona abierta a captar las razones que mueven a un enorme caudal de ciudadanos a protestar en silencio, lo que es muestra de un claro malestar. Existe un sentido de responsabilidad, derivado de la función política que se ejerce, que obliga a tomar en consideración todas las opiniones, incluso las que no se comparten. Está inscripto en el sueldo del presidente.

La intolerancia y el cierre cognitivo son un subproducto de las religiones políticas, esas visiones ideológicas del siglo XIX en las que abreva el populismo. La visión maniquea subyacente en el marxismo, que divide a la sociedad en categorías inamovibles y le asigna una superioridad moral a una clase en especial, termina en un reduccionismo donde existen sólo dos fuerzas antagónicas: una que encarna la pureza de los ideales y otra que es la «derecha», expresión de un egoísmo irrecuperable. Esa visión religiosa, maniquea, que creó el marxismo, fue incorporada, sin hacer estación, por el populismo.

Proletarios frente a burgueses; pueblo frente a oligarquía. Polarizaciones irreductibles que colocan una venda que impide ver, comprender, aceptar o al menos entender las razones de los otros. El autoconvencimiento de que se ha inaugurado un tiempo histórico, que se ha dado inicio a una epopeya destinada a liberar al pueblo de las cadenas que lo oprimen, limita gravemente las posibilidades de escuchar al diferente. Todo queda impregnado de una atmósfera moral donde el mal siempre está situado en el lugar de los que piensan distinto.

Esta concepción, tan proclive a disculpar el uso de los atajos institucionales con el argumento de que esos actos quedan redimidos por las buenas intenciones, instala el riesgo totalitario. El ejemplo más evidente lo suministra Venezuela, donde en nombre de la defensa de los ideales socialistas del siglo XXI se encarcela a los líderes opositores para cercenar toda posibilidad de alternancia. En eso consiste la tentación totalitaria, en evitar a toda costa la pérdida del poder y de los privilegios que van ligados a ese ejercicio. Como señalaba Karl Popper, «los errores más graves provienen de algo no menos admirable y firme que peligroso, a saber, nuestra impaciencia por mejorar la suerte de nuestro prójimo».

No se trata de hacer comparaciones indebidas. La sociedad civil argentina, como lo demostró la marcha del 18F, es mucho más fuerte y aquí las fuerzas armadas no han sido cooptadas como acontece en Venezuela. Por otra parte, la existencia de una alternativa electoral peronista moderada, como la encarnada por Scioli, rebaja los riesgos de continuidad del proyecto kirchnerista, de modo que no parece que estén dadas las condiciones para que se reproduzca en nuestro país una situación de la gravedad que en estos momentos atraviesa la patria de Bolívar.

El problema aquí está situado en otra dimensión. El estilo beligerante y polarizador del cristinismo contamina al conjunto. Los partidos de la oposición se dejan llevar muchas veces por la retórica bélica y entran en un juego de desgaste recíproco que es a todas luces inconducente. De este modo se mira el corto plazo, se está muy pendiente de los resultados de las encuestas y se pierden de vista objetivos de tono estratégico.

En Argentina hay un grave vacío provocado por la carencia de estructuras partidarias consolidadas. Los presidenciables, por consiguiente, se encuentran abocados a la consolidación de las fuerzas propias.

De este modo se descuidan temas que deberían estar en una agenda compartida de políticas de Estado que deberían asumirse en compromisos públicos y solemnes previos al acto electoral. Es tan enorme la tarea de reconstrucción institucional, económica y social que espera al nuevo gobierno, que es evidente que no podrá ser asumida en soledad.

Afortunadamente, los problemas de la presidenta ya no son los problemas de Argentina. Es comprensible que Cristina Fernández perciba que le espera un futuro complicado en los tribunales de Justicia y quiera victimizarse denunciando preventivamente a los jueces como integrantes de un agresivo partido opositor. Son los cantos del cisne que anuncian el fin inminente de su mandato. Asumir la propia finitud institucional es difícil pero inevitable en el juego democrático.

ALEARDO F. LARÍA

aleardolaria@rionegro.com.ar


Formá parte de nuestra comunidad de lectores

Más de un siglo comprometidos con nuestra comunidad. Elegí la mejor información, análisis y entretenimiento, desde la Patagonia para todo el país.

Quiero mi suscripción

Comentarios