Desalojar a cientos para privilegiar a unos pocos

MARIANA GIARETTO (*)

PUNTOS DE VISTA

Hay un fantasma que recorre las tomas noche tras noche mientras se despliega el proceso de regularización y conversión en barrio. Por momentos queda solapado por las necesidades y urgencias cotidianas: luchar por el agua, por la electricidad, por la leña; luchar para que casas y calles no se inunden. Todas y cada una de esas luchas y sus conquistas suelen atenuar el temor al desalojo, que permanece latente siempre. En esta década –la que algunos presentan como década ganada– a economía nacional ha crecido a un ritmo sostenido –8% promedio anual– y el sector de la construcción ha duplicado su participación en el PBI –siendo del 9,2% en el 2011–. Paradójicamente –o no tanto–, el déficit habitacional según el censo 2010 alcanza a tres millones de hogares, por lo que al menos diez millones de argentinos sufren el problema de la vivienda. Por lo anterior cabe preguntarnos: ¿por qué en una sociedad que crece económicamente y en la que aumenta la construcción no sólo no se revierte sino que se profundiza el problema habitacional? A simple vista podemos percibir que el crecimiento económico es desigual, que no todos los sectores han crecido de la misma manera y que la profundización del “modelo nacional y popular” ha implicado extender y agudizar la estrategia extractivista –léase sojización, megaminería e hidrofractura–. Al mismo tiempo, la retórica de la redistribución de ingresos y de la justicia social se combina con una derivación sistemática de recursos al pago y negociación de la deuda ilegítima y a subsidiar los servicios de las privatizadas. En cuanto a los mercados de alquileres y de suelos urbanos –formales y también informales–, se comportan desquiciadamente, atendiendo únicamente al afán de lucro, por lo que la gran cantidad de trabajadores precarizados enfrenta serios obstáculos para acceder a un lugar en la ciudad. Recordemos que la gran variable de ajuste de este modelo es, sin lugar a dudas, la precarización de los trabajadores, que según fuentes oficiales alcanza al 36,5%. Entonces, encontramos que en gran parte de las ciudades de nuestro país las clases desposeídas se autourbanizan por medio de las tomas de tierras. Tomar la tierra implica un largo y tortuoso proceso colectivo en el que hay que organizarse y luchar, al mismo tiempo que se soporta no sólo la negación sistemática de los derechos humanos básicos –acceso a agua potable, drenaje, electricidad, gas, atención sanitaria, educación, etcétera– sino que además se sufre un constante proceso de estigmatización social, siendo considerados y tratados como “delincuentes”, “ilegales”. Esta estigmatización es resultado del proceso de criminalización de la pobreza y de la protesta social que empuñan una y otra vez funcionarios políticos y judiciales, medios de comunicación y vecinos de la ciudad que acusan de delincuentes a las mismas mujeres y hombres que trabajan en los municipios, en los servicios tercerizados del propio Estado y hasta en sus mismas casas. Parafraseando a Topalov (1978), la explotación directa en las fábricas encuentra su continuidad en la explotación indirecta de las ciudades capitalistas. Como trasfondo del conflicto por la tierra se encuentra la tensión entre el derecho a la vivienda y a la ciudad de muchos contra el derecho a la propiedad privada de unos pocos. La reforma de la Constitución nacional en 1994 no sólo ratificó el rango constitucional del derecho a la vivienda sino que además, al adherir a una serie de pactos internacionales, se impide el desalojo forzoso de familias sin que se les provea de una vivienda adecuada. Hoy, a casi veinte años de la reforma y a 30 de la recuperación de la democracia, aún existen funcionarios públicos –con responsabilidades públicas– que deciden viabilizar órdenes de desalojo. En la provincia de Río Negro, el Superior Tribunal de Justicia acaba de rechazar la apelación de la toma del Barrio Obrero A a la sentencia por usurpación, por lo que confirma que el propietario debe recuperar la posesión de las tierras. Previamente solicita a la Justicia de Cipolletti que medie para que el desalojo se realice conforme a los plazos y modalidades planteados por los pactos de derechos humanos. ¿Cómo se hace para “desalojar respetando los derechos humanos”, después de más de cuatro años en los que se ha trabajado día y noche para consolidar un barrio? ¿Debemos confiar en que en un desalojo forzado se preservarán los derechos que una y otra vez han sido negados? ¿No es el desalojo per se una negación del derecho a la vivienda y a la ciudad? ¿No es acaso un sinsentido? Parafraseando a De Sousa Santos (1982), retórica, burocracia y violencia son componentes estructurales del Estado capitalista y del fracaso no anunciado de sus políticas de viviendas. Pueden flamear la bandera de la “justicia social”, pero si este desalojo se consuma estaremos una vez más ante la cristalización institucional de la injusticia territorial, priorizando el derecho a la propiedad privada –de una persona– sobre los derechos sociales de cientos de familias que desde hace mucho tiempo noche tras noche y día tras día sufren frío, hambre, calor, sed, enfermedades, incendios y muertes mientras el fantasma del desalojo sobrevuela por encima de sus cabezas. Señores y señoras, son miles las familias que hoy viven en tomas de tierras en nuestro país, ¿acaso las consideran a todas “delincuentes”? No. Tampoco son casos aislados. ¿Será que el modelo requiere precarización habitacional como correlato de la precarización laboral? Las tomas de tierras son el resultado de las luchas sociales contra sus políticas de Estado. Éste no es un problema que pueda solucionar el Poder Judicial; éste es un problema político, por lo tanto su respuesta debe ser política. En la lucha nos encontraremos, pero con los pies en la tierra, resistiendo. (*) Socióloga. Docente e investigadora de la Universidad Nacional del Comahue


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