El espejismo del pico de producción de petróleo tiene consecuencias

Vaca Muerta contradice la tesis del agotamiento geológico. El pensamiento basado en el “peak oil” nos legó una obsesión por el modelado lineal del futuro energético.

Durante las últimas décadas, buena parte del pensamiento estratégico en materia energética ha estado moldeado por una imagen poderosa: la del “peak oil”. El «peak oil», según Doomberg, no es tanto un punto geológico inevitable, sino una curva económica: la producción máxima ocurre cuando el retorno energético ya no justifica el costo creciente de extracción. No es que se acabe el petróleo, sino que se vuelve inútil extraerlo.

La idea, simple y convincente, planteaba que la producción mundial de petróleo alcanzaría inevitablemente un punto máximo a partir del cual todo sería declive, escasez y conflicto. Ese “pico” se transformó en un dogma para gobiernos, empresas y analistas, inspirando previsiones sombrías sobre una civilización industrial que avanzaba sin frenos hacia su colapso energético.

Pero el tiempo —y la evidencia empírica— han demostrado que esa narrativa fue, en el mejor de los casos, incompleta, y en el peor, profundamente equivocada.

Hoy sabemos que el mundo no enfrenta tanto una escasez física de hidrocarburos, sino un desequilibrio estructural entre expectativas tecnocráticas, dinámicas de mercado y realidades geopolíticas. Lejos de un pico inevitable, la producción de petróleo ha oscilado en función de factores financieros, regulatorios, tecnológicos y, sobre todo, políticos. Y mientras algunos países consolidan su autosuficiencia o incrementan su producción con nuevos métodos (como el shale o el offshore profundo), otros reducen su exposición por razones ambientales, estratégicas o sociales.

«Lejos de un pico inevitable, la producción de petróleo ha oscilado en función de factores financieros, regulatorios, tecnológicos y, sobre todo, políticos.»

Gustavo Pérego, director de Abeceb.

Vaca Muerta es una evidencia empírica que desarma la lógica determinista del “peak oil”. Cuando muchos analistas daban por sentado que la Argentina se encontraba en una curva descendente irreversible de producción petrolera, la irrupción del shale cambió el juego. Gracias a avances tecnológicos en fractura hidráulica, mejoras en eficiencia operativa y un entorno regulatorio más pragmático, la producción se reactivó hasta convertir a Vaca Muerta en uno de los activos estratégicos de hidrocarburos no convencionales más importantes del hemisferio occidental.

Este fenómeno no fue meramente técnico. Fue el resultado de una convergencia de factores económicos, geológicos, empresariales y políticos que ilustran por qué la producción de petróleo no sigue una trayectoria lineal. En vez de declinar inexorablemente, como sugería la narrativa clásica del “pico”, puede experimentar ciclos de revitalización impulsados por innovación, inversión y condiciones adecuadas. Vaca Muerta no solo contradice la tesis del agotamiento geológico, sino que demuestra cómo las fronteras de lo posible se redefinen constantemente cuando la realidad desafía a los modelos.

Lo verdaderamente crítico es que el pensamiento basado en el “peak oil” nos legó una obsesión por el modelado lineal del futuro energético. Se diseñaron escenarios, hojas de ruta y regulaciones sobre premisas que no resistieron el paso del tiempo. Como han advertido voces cada vez más influyentes desde el mundo académico y técnico, los modelos energéticos no son mapas del territorio, sino más bien interpretaciones impregnadas de valores, intereses y contextos. Su utilidad, aunque real, se desdibuja cuando se convierten en instrumentos normativos inflexibles.

La narrativa de la urgencia climática —necesaria y legítima— corre el riesgo de caer en el mismo reduccionismo si no se articula con un análisis más crítico.

Gustavo Pérego, director de Abeceb.

La reciente revisión de la hoja de ruta Net Zero 2050 de la Agencia Internacional de Energía es un claro ejemplo. El entusiasmo inicial por una transición rápida limpia y ordenada ha tropezado con los límites de la infraestructura, la resistencia política y la complejidad social. Las proyecciones iniciales que subestimaban la demanda global de hidrocarburos han debido ser recalibradas, mientras la dependencia del gas natural —particularmente en Europa— se ha intensificado tras la guerra en Ucrania. La ilusión de que el mundo podía “modelar” su salida de los combustibles fósiles con precisión milimétrica se ha desvanecido frente a la turbulencia real.

Desde esta óptica, la geopolítica energética deja de ser un telón de fondo para convertirse en un actor principal. La creciente rivalidad entre Estados Unidos y China no solo se expresa en tecnología, finanzas o diplomacia, sino también en el control de cadenas de suministro energético, minerales críticos y tecnologías verdes. La energía se ha transformado en una herramienta de presión, influencia y negociación. Y este fenómeno no es exclusivo de las grandes potencias: países emergentes, como los de América Latina, también enfrentan la necesidad de rediseñar su política energética en función de alianzas, riesgos y oportunidades globales.

Lo interesante es que, en lugar de abandonar el “peak oil” como un error del pasado, muchas estrategias actuales lo reciclan bajo nuevas formas. La narrativa de la urgencia climática —necesaria y legítima— corre el riesgo de caer en el mismo reduccionismo si no se articula con un análisis más crítico de los modelos utilizados, de los intereses involucrados y de las transiciones tecnológicas realmente disponibles.

Es necesario devolver la complejidad al debate energético. Esto implica no solo revisar modelos y supuestos, sino también revalorar el rol de los recursos naturales, de la infraestructura instalada, de los contextos culturales y del margen real de maniobra que tiene cada país. También requiere pensar la transición energética como una sucesión de escalones interdependientes —no como un salto súbito hacia la electrificación total— y asumir que habrá trayectorias múltiples, asincrónicas y cargadas de tensiones.

En definitiva, el verdadero “pico” que enfrentamos no es el del petróleo, sino el del pensamiento simplificador. Superarlo es una condición indispensable para diseñar estrategias energéticas sostenibles, adaptativas y políticamente viables. Y para ello, necesitamos más que modelos: necesitamos criterio, perspectiva histórica y coraje intelectual.

(*) Director de Abeceb.


Durante las últimas décadas, buena parte del pensamiento estratégico en materia energética ha estado moldeado por una imagen poderosa: la del “peak oil”. El "peak oil", según Doomberg, no es tanto un punto geológico inevitable, sino una curva económica: la producción máxima ocurre cuando el retorno energético ya no justifica el costo creciente de extracción. No es que se acabe el petróleo, sino que se vuelve inútil extraerlo.

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