El ocaso de la transformación hacia energías renovables
La Conferencia de Naciones Unidas sobre Cambio Climático (COP30) dejó a la vista los límites ambientalistas. El mundo transita un período de rivalidad sistémica, conflictos globales de comercio y suministros, y una carrera creciente por minerales críticos.
Por Gustavo Pérego (Abeceb)
Durante la última década, la transición energética fue vendida como un destino inevitable. Una línea recta hacia un futuro electrificado, limpio, descentralizado y alimentado por renovables cada vez más baratas.
Esa narrativa —política, tecnológica y, sobre todo, emocional— terminó moldeando estrategias nacionales, modelos financieros, discursos diplomáticos y expectativas sociales. Pero la Conferencia de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático de 2025 (COP30) realizada en Belém (Brasil), dejó a la vista algo que muchos preferían no admitir: la transición perdió su brújula.
La realidad energética, geopolítica y económica se volvió más compleja que el guión optimista que pretendía ordenar el mundo desde un discurso ambientalista.
El diagnóstico más incómodo llegó desde afuera del sistema de conferencias climáticas. Como plantea Art Berman en The Sunset of the Renewable Dream, el entusiasmo renovable descansó en premisas que ya no se sostienen, como la supuesta caída infinita de costos, la idea de que la intermitencia puede resolverse solo con baterías, y la ilusión de que la demanda energética global podía reconfigurarse sin fricción. La COP30, más que acelerar soluciones, terminó evidenciando este desajuste entre narrativa y sistema energético real.
El telón de fondo de la COP30 no fue climático, sino geopolítico. El mundo transita un período de rivalidad sistémica entre Estados Unidos y China, conflictos globales que reconfiguran comercio y suministros, y una carrera creciente por minerales críticos. En ese contexto, hablar de “transición energética” sin hablar de “seguridad energética” se volvió un acto de ingenuidad.
La COP30 realizada en Belem reveló que la transición energética no murió, sino que se volvió más compleja, más lenta, más cara y geopolítica.
Y cuando la seguridad energética domina la agenda, las prioridades cambian. Europa, que encabezó la épica renovable, se encontró después de 2022 atrapada por una dependencia del gas ruso que creía superada. Hoy reabre plantas de carbón, extiende la vida útil de usinas nucleares y subsidia terminales de GNL. Estados Unidos, con gas barato y abundante, consolida su matriz hidrocarburífera mientras instala renovables sin renunciar al shale. Y China, pese a liderar la fabricación de celdas solares, incrementa año tras año su consumo de carbón para garantizar estabilidad eléctrica.
En este tablero, la COP30 quedó reducida a un foro de intenciones en un mundo que ya no busca “transiciones rápidas”, sino “resiliencia a cualquier costo”.
Cabe recordar que el optimismo renovable descansó en una premisa potente donde la energía solar y eólica serían tan baratas que desplazarían a los fósiles por pura lógica de costos. Esa hipótesis viene chocando de frente con las restricciones económicas y geopolíticas.
La expansión masiva de renovables expone límites estructurales como la intermitencia, lo cual no es un problema técnico aislado, sino un límite sistémico. Requiere respaldo firme que vuelva a poner en juego la necesidad del gas natural, hidrocarburos o la energía nuclear. También la densidad energética es un punto crítico donde la potencia por unidad de superficie y material es dramáticamente inferior a la de fósiles.
En tercer lugar, la dependencia de minerales críticos como el litio, cobre, níquel y tierras raras, todos concentrados en pocos países. Y por último y fundamental, la curva de retorno energético decreciente donde se necesita más energía para fabricar sistemas que producen menos energía neta.
Una de las enseñanzas más importantes que nos han legado todas las revoluciones industriales del pasado, es su fundamento termodinámico. Esto significa que el crecimiento económico moderno se sostiene en base a energía abundante y barata.
En consecuencia, si la matriz energética global enfrenta crecientes costos físicos y financieros, el crecimiento estructural también se atenúa. Esa idea tensiona de frente el optimismo discursivo de las COP, diseñadas bajo el supuesto de que el mundo seguirá creciendo y, al mismo tiempo, reducirá emisiones sin sacrificar bienestar.
El gas natural se consolida como el “combustible puente” más largo de la historia, el petróleo mantiene una demanda robusta, impulsada por transporte pesado, petroquímica y países emergentes, y el carbón vive un “revival geopolítico”, especialmente en Asia.
Es por ello, que en Belem las discusiones técnicas se vieron opacadas por debates sobre financiamiento climático, tensiones diplomáticas y disputas comerciales. De un lado los países emergentes reclamaron espacio para seguir usando hidrocarburos. Por otro lado, las potencias evitaron compromisos que afectaran su seguridad energética.
Como resultado, los documentos finales, sostuvieron una vez más la ficción de una transición que avanza, cuando en realidad enfrenta su primera gran crisis de credibilidad.
La frase puede sonar provocadora, pero responde a una afirmación estructural que resume: “los hidrocarburos no están desapareciendo, sino que están revitalizándose estratégicamente”.
En primer lugar, el gas natural se consolida como el “combustible puente” más largo de la historia. Por su lado, el petróleo mantiene una demanda robusta, impulsada por transporte pesado, petroquímica y países emergentes. Y finalmente, el carbón vive un “revival geopolítico”, especialmente en Asia, como estabilizador de sistemas eléctricos.
Es un escenario incómodo para quienes imaginaron una matriz 100% renovable para 2050. Pero es el que hoy rige decisiones de inversión, de defensa, de infraestructura y de planificación energética.
En síntesis, la COP30 no fracasó, simplemente dejó al descubierto el fin de una ilusión. La transición energética no murió, sino que se volvió más compleja, más lenta, más cara y geopolítica.
En lugar de un salto renovable limpio y lineal, el mundo enfrenta una transición híbrida, plagada de contradicciones, donde los fósiles seguirán siendo protagonistas durante décadas.
Si algo mostró Belém es que el sueño renovable no desaparece, pero deja de ser el eje. El nuevo centro es la seguridad energética, y desde allí —y solo desde allí— se redefinen las transiciones, las inversiones y las políticas globales.
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