Ecuador: los intereses políticos deben alejarse de la justicia

María Sol Borja *

Las sentencias en contra del expresidente ecuatoriano Rafael Correa, del exvicepresidente Jorge Glas y de varios otros altos funcionarios de su gobierno, fueron ratificadas por la Corte Nacional de Justicia, la última instancia a la que podían acudir. Eso implica que se desvanece el anhelo de Correa de participar en las elecciones que Ecuador tendrá en 2021. Implica también una decisión importante, pero sospechosa en su premura y eficiencia.


Correa y los otros altos funcionarios del gobierno no solo fueron sentenciados a pasar ocho años en prisión por el delito de cohecho sino que, además, perdieron sus derechos políticos de por vida, como está establecido en el marco legal ecuatoriano. Esta es la primera vez en 40 años —desde que Ecuador volvió a la democracia en 1979— que se ejecutaría una sentencia contra un expresidente.

También es la primera vez que esto le ocurre a un presidente que, durante diez años, gozó de altos niveles de popularidad (en sus diez años de gobierno, su promedio de aceptación según la firma Cedatos, fue de 56%, la más alta en la historia reciente del Ecuador). Pese a eso, el expresidente tiene abiertos más de 30 procesos judiciales y no ha regresado a Ecuador desde diciembre de 2017, en pleno juicio por la trama Odebrecht que terminó con la sentencia del entonces vicepresidente Jorge Glas.


Para ese momento, Correa ya había tenido su primera derrota judicial en una década. Menos de dos meses después de haber dejado el poder, en julio de 2017, un tribunal ratificó la inocencia del periodista Martín Pallares, a quien Correa había demandado por “proferir expresiones de descrédito y deshonra en su contra” en un artículo de opinión. En ese entonces Correa dijo que respetaba la decisión del juez pero que no estaba de acuerdo. Un año después, en julio de 2018, una jueza nacional ordenaría por primera vez prisión preventiva en contra de Correa por no cumplir con la medida cautelar de presentarse ante la Corte Nacional de Justicia.


Más de dos años pasaron desde entonces y los procesos en contra de decenas de exfuncionarios del correísmo llenaron titulares a diario. Hay un exvicepresidente cumpliendo una condena de seis años −y sentenciado a ocho más−; un exsecretario jurídico de la Presidencia en prisión domiciliaria; un excanciller asilado en México; otra exministra refugiada en la residencia del embajador de Argentina en Ecuador, y varios otros altos funcionarios del gobierno pasado prófugos de la justicia.


Todos esos procesos judiciales abren un panorama nuevo en Ecuador, en donde la justicia ha sido históricamente cooptada por los partidos políticos dominantes. Una encuesta hecha a principios de 2020 dice que apenas tres de cada diez personas confiaban en el Consejo de la Judicatura −órgano que administra el sistema judicial−, la misma cantidad que confiaban en la Fiscalía y apenas uno de cada diez confiaba en los jueces.


Ese sistema, en el que pocos confían, es el que juzgó a Correa y a los exfuncionarios. Perobuena parte de la opinión pública celebró como una victoria la sentencia dictada por un sistema de justicia que, además, fue maquinado por el gobierno de Correa cuando, en 2011, convocaron a una consulta popular para reformarlo. Ganaron y la justicia refundada pasó a ser obsecuente con Correa y su gobierno, como antes lo había sido de otros.


De repente, el presidente de la Judicatura −con capacidad de sancionar a jueces− era Gustavo Jalkh, amigo personal de Correa y su antiguo secretario particular. De repente, Correa ganaba todos los juicios −por lo menos seis− en contra de periodistas, medios de comunicación, un banco, opositores, e incluso gente que él mismo nombró (enjuició a dos miembros de una comisión creada por la Presidencia de la República para investigar los contratos de su hermano, Fabricio Correa, con el Estado). Y sus seguidores aplaudían mientras abogados, defensores de derechos humanos y periodistas alertaban sobre una justicia al servicio del Ejecutivo. Ese poder que hoy está en manos del presidente Lenín Moreno, ex coideario de Correa y cuyo estilo de gobierno es totalmente distinto al de él.


Moreno no ha salido a dictar sentencias en medios de comunicación −como sí lo hacía Correa− y ha evitado pronunciarse sobre procesos de alto interés mediático. Ha procurado ser cauto y recalcar que el poder Judicial nada tiene que ver con él. Sin embargo, que en las formas sus prácticas se distingan del correísmo, no quiere decir que en el fondo también o que esas prácticas hayan sido exclusivas de un gobierno.


Demandar justicia es fundamental. Pero es importante que la opinión pública se concentre en la calidad de la justicia que se imparte y no solo en las sentencias.



La forma de elegir a los miembros del Consejo de la Judicatura, a los jueces nacionales, a los fiscales, sigue siendo la misma que se estableció con la consulta popular en el gobierno pasado. En ese entonces, Moreno era vicepresidente y jamás puso reparos. Hoy ese sistema que a Rafael Correa ya no le parece confiable, es el que lo ha juzgado.


Esta justicia que parece históricamente selectiva resta confianza en las instituciones y debilita la democracia. Es difícil, entonces, confiar en que los fallos de esa justicia sean, en efecto, justos. Y es difícil también creer en que los gobernantes de turno puedan despojarse de la tentación de tener una justicia blanda ante sus intereses políticos.


Sí, demandar justicia es fundamental. Sentar un precedente para quienes cometen delitos desde la comodidad del poder también, pero conformarse a un eterno péndulo en el que la justicia responde a un interés político, resulta desalentador. Es importante que la opinión pública se concentre en la calidad de la justicia que se imparte y no solo en las sentencias. Caso contrario, estamos condenados a tener una justicia selectiva, en la que difícilmente podemos confiar.


* Periodista ecuatoriana.


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