Inteligencia democrática
El Gobierno de Javier Milei lanzó un proceso de renovación de los servicios de Inteligencia, el cuarto en la última década, donde reestructura funciones y le asigna un importante presupuesto. Más allá de la polémica sobre la oportunidad de tamaña inversión en medio de la crisis económica actual, el problema de fondo es otra vez la escasa voluntad de adoptar políticas de Estado en un área muy sensible para los derechos de los ciudadanos y vital para la seguridad nacional.
El Decreto de Necesidad y Urgencia 614/24 disolvió la Agencia Federal de Inteligencia (AFI) y volvió a la antigua Secretaría de Inteligencia del Estado (SIDE). Más allá del nombre, la nueva estructura quedó conformada por una cabeza, la SIDE, de la cual dependen cuatro agencias: el Servicio de Inteligencia Argentino, la Agencia de Seguridad Nacional, la Agencia Federal de Ciberseguridad y la División de Asuntos Internos. Todo dependerá de el principal asesor presidencial, Santiago Caputo. Además, le asignó un presupuesto de 100.000 millones de pesos, un aumento de casi el 700%.
La medida generó inmediata reacción opositora, excluida del proceso, que criticó semejante asignación presupuestaria de “gastos reservados”, con escaso control o información, en momentos en que jubilaciones y salarios de docentes universitarios, por citar sólo dos casos, sufren una fuerte pérdida de poder adquisitivo. Su intención es citar a la Comisión Bicameral de Trámite Legislativo y rechazar el DNU en el Congreso.
Varios expertos señalan que la reforma tiene aspectos positivos: apunta a separar Inteligencia exterior de interior e incorpora la seguridad informática, por caso. Un adecuado presupuesto permitiría mejorar cuadros profesionales y actualizar sistemas tecnológicos. Pero repite el error de las anteriores, al lanzarla por decreto y no por una ley del Congreso.
El sistema de Inteligencia argentino ha atravesado varias crisis y un deterioro constante en la historia reciente. Desde el retorno a la democracia, cargó con el lastre de albergar a la “mano de obra desocupada”, como se llamó a represores de la última dictadura. Más tarde, ha sido utilizada por todos los gobiernos de turno con fines político-partidarios, como espiar y perseguir a críticos y opositores, manipular causas judiciales o desviar fondos públicos para “cajas negras” de la política y la corrupción, desprofesionalizando su tarea y desvirtuando su finalidad: la identificación y prevención de amenazas externas e internas para la seguridad nacional. Eso ha derivado en fallas gigantescas, desde los atentados a la embajada de Israel y la AMIA en los ‘90 y la nunca esclarecida muerte del fiscal Alberto Nisman en 2014 al intento de magnicidio de la vicepresidenta Cristina Fernández en 2022.
En 2015, 2017 y 2019, bajo tres presidencias distintas, se ha intentado reformar el sistema. Ninguno fue realizado con acuerdo de fuerzas opositoras y todos empeoraron la situación. Intervenciones, despidos masivos y reemplazos no sólo de cúpulas sino de cuadros profesionales, han contribuido a una inestabilidad crónica y desprofesionalización de la Inteligencia. Otro error ha sido sacar de su rol preventivo al servicio e involucrarlo en investigaciones judiciales, generando superposiciones y competencia con otras agencias federales y una relación malsana con estamentos judiciales. La Comisión Bicameral de Fiscalización de los Organismos y Actividades de Inteligencia del Congreso tiene amplias facultades de control y auditoría sobre el funcionamiento del sistema y sus recursos, pero pocas veces ha funcionado como debiera. Hoy ni siquiera tiene a sus integrantes nombrados, con lo cual este proceso quedaría al arbitrio del Ejecutivo.
Argentina necesita un servicio de Inteligencia moderno y profesional. Pero la reforma debiera ser una política de Estado, que defina problemas, riesgos y amenazas concretas que podrían afectar la seguridad y defensa de la Nación en el corto, mediano y largo plazo. Luego, encaminar una agencia que pueda prevenirlos, con medios y profesionales adecuados, con consensos amplios para su funcionamiento transparente y bajo estricto control democrático.
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