Una agresión brutal

La invasión a sangre y fuego de Rusia contra Ucrania generó estupor y preocupación en todo Occidente, ya que el presidente Vladimir Putin mostró hasta qué punto está decidido a utilizar la fuerza militar para resolver los conflictos con países que considera están en su esfera de influencia y su particular visión de cómo debieran reescribirse las reglas del orden internacional.

En su campaña por definir cuáles son las “líneas rojas” que considera que Estados Unidos y los países europeos aliados en la OTAN no pueden traspasar, no vaciló en amenazar primero, mentir cínicamente después y finalmente desencadenar una gigantesca operación militar contra un país soberano para derrocar a un gobierno democráticamente elegido y designar un régimen títere que le permita mantener lejos de sus fronteras cualquier influencia política o militar occidental, tal como ocurre hoy con Bielorrusia y Georgia.

El presidente ruso dejó en claro su desprecio por la legalidad y la diplomacia internacional y optó por una “política de poder” y de hechos consumados como forma de negociar en la escena internacional. Si bien la invasión a Ucrania fue repentina y de mayor magnitud a lo previsto, no fue inesperada: tanto la inteligencia británica como la estadounidense habían advertido que los movimientos de tropas en las fronteras de Ucrania no eran meros ejercicios militares. Y la decisión de reconocer a las regiones independentistas del este ucraniano el lunes lo confirmaba.

En los días previos al ataque, Putin desarrolló nuevamente su teoría de una Rusia “víctima” del orden internacional que surgió tras la caída de la Unión Soviética, con el avance de las OTAN y la Unión Europea hacia los países que estuvieron detrás de la “Cortina de Hierro” en la Guerra Fría, pasando por alto que fueron tomadas por países independientes y con legitimidad democrática.

En su particular visión de la historia, Ucrania es un país “inventado” por Lenin y los líderes de la ex URSS. En esta versión maniquea y nacionalista, nostálgica del pasado imperial de Rusia ya sea con Stalin o Pedro el Grande, ucranianos y rusos son parte de una misma etnia y es su deber “proteger” a los ciudadanos de habla rusa donde quiera que estén. Decidió ignorar así que Ucrania ha permanecido como Estado independiente desde hace más de 30 años, reconocido por tratados internacionales, y que una mayoría cada vez más importante de su población rechaza la injerencia de Moscú en los asuntos locales.

La magnitud de la operación en Ucrania revela que sus intenciones van más allá de las regiones independentistas del Donbás. Y que, aunque por ahora se ha centrado en objetivos militares, no ahorrará en el uso de la fuerza militar en las zonas civiles ni se preocupará demasiado por aspectos humanitarios si la resistencia ucraniana, como parece, es más tenaz de lo que espera. Ya lo ha demostrado en Chechenia y Georgia. Lo que es peor, en medio de la operación Putin no vaciló en recordar que tiene armas nucleares listas para usar si otro país interfiere y de paso su vocera de Relaciones Exteriores advirtió a Suecia y a Finlandia que habría “consecuencias políticas y militares” si deciden avanzar en sus relaciones con la OTAN.

El gran interrogante es cómo reaccionará Occidente ante este desafío matonesco que podría extenderse a otras regiones. Las sanciones económicas y diplomáticas anunciadas hasta ahora no han hecho mella alguna en la resolución del presidente ruso y tienen el desafío de ser aplicadas sin hacer colapsar la frágil recuperación económica global de la pospandemia.

El mundo democrático tiene el desafío de responder en forma coordinada, firme y contundente a este intento de hacer retroceder las reglas de convivencia pacífica entre Estados a la ley del más fuerte. Aunque Argentina es un actor menor en este escenario, ha mostrado otra vez una actitud oscilante: primero rechazó el uso de la fuerza y llamó a Rusia a cesar las acciones militares, pero luego evitó pronunciarse en los foros de la OEA y la ONU. No es momento para vacilar en la defensa de la democracia, la no intervención y el respeto por los derechos humanos.


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