El amigo ruso

La crisis financiera se ha difundido por el mundo con tanta rapidez que las presuntas realidades geopolíticas de hace apenas seis meses ya parecen anticuadas. Cuando la presidenta Cristina Fernández de Kirchner preparaba su visita oficial a Rusia, creía que -como diría en Moscú- se trataba de un país que con toda seguridad sería uno de los «protagonistas del siglo XXI», una idea que a juzgar por su conducta en el escenario internacional compartían plenamente el presidente ruso Dimitri Medvedev y el primer ministro Vladimir Putin. Pero mucho ha cambiado últimamente. Aunque Rusia seguirá siendo un socio comercial interesante, además de un miembro permanente del Consejo de Seguridad de la ONU, es escasa la posibilidad de que sirva para contrarrestar el poder de Estados Unidos en América Latina, como esperan Cristina y el caudillo venezolano Hugo Chávez. La recuperación de la macroeconomía rusa luego del colapso de 1998 se debió casi por completo al aumento de los precios del petróleo y el gas que posee en abundancia. Desde que se desplomaron, Rusia no sólo ha dejado de crecer «a tasas chinas» sino que, como se confirmó oficialmente el día posterior al regreso a casa de la presidenta Cristina, entró en recesión. Ya acumuló dos trimestres consecutivos de contracción y, en vista del estado rudimentario de la economía rusa, es probable que la caída resulte aún más dolorosa que la experimentada por los países desarrollados. Por lo tanto, apostar a que Rusia sea uno de los pilares más importantes del «mundo multipolar» previsto por algunos especialistas en política internacional sería bastante arriesgado.

Además de mejorar la relación diplomática con Moscú, Cristina dio a entender que le interesaba impulsar el intercambio comercial. Es un objetivo elogiable, pero para alcanzarlo nuestro gobierno tendría que eliminar los obstáculos -como el supuesto por la prohibición de seguir exportando carne y otros productos agropecuarios que tanto indignó a los rusos- que él mismo erigió con el propósito declarado de privilegiar a los consumidores internos, aunque en opinión de muchos el propósito real fue castigar a los ganaderos. De resultas de las trabas de este tipo que nuestro gobierno suele aplicar, los rusos prefieren importar carne de Brasil, Uruguay y Paraguay; puede que la calidad no sea igual, pero por lo menos tienen garantizado el suministro. Aunque por motivos políticos a los rusos les gustaría comerciar más con la Argentina, ya entenderán que la futura evolución del intercambio bilateral se verá determinada en buena medida por las vicisitudes de la política interna de nuestro país, puesto que no hay motivos para pensar que Cristina haya abandonado la costumbre de su marido de subordinar absolutamente todo a sus propios intereses políticos inmediatos.

Como tantos otros gobernantes, Cristina se cree frente a un mundo en que el poder de Estados Unidos está destinado a reducirse cada vez más mientras que aumentará el de ciertos otros países o bloques. Estará en lo cierto -incluso los estrategas norteamericanos sienten pesimismo en tal sentido-, pero a pesar de sus dimensiones físicas Rusia no parece estar en condiciones de desempeñar un papel tan destacado como prevén los impresionados por el crecimiento reciente de su economía. Tal y como están las cosas, aun cuando los precios de los hidrocarburos volvieran a subir mucho en los meses próximos, a lo sumo Rusia disfrutaría de diez años más de protagonismo relativo para entonces entrar en una fase de declinación inexorable. Desgraciadamente para los que, como Putin y Medvedev, quieren que Rusia sea nuevamente una gran potencia, la demografía juega en su contra. Todos los años la población, cuya expectativa de vida promedio es llamativamente inferior a aquella de los países avanzados, se reduce en aproximadamente 700.000. Por lo demás, el régimen ruso se ha hecho notorio por su deprecio por los derechos humanos y por su voluntad de aprovechar sus recursos energéticos para extorsionar a vecinos como Ucrania y Georgia, razón por la que sería un error suponer que nos convendría hacer de Rusia un «socio estratégico» de tanta importancia que para conservar la relación resultara necesario modificar nuestra política exterior para ajustarla a las prioridades fijadas por Moscú.


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