El déficit más costoso
Como es tradicional al acercarse a su fin las vacaciones de verano, los sindicatos docentes están advirtiendo que no habrá clases a menos que sus afiliados reciban un aumento salarial sustancial, en esta ocasión del 27% o más. Puesto que todo hace prever que en los meses próximos el costo de vida aumentará a una tasa anual todavía mayor que la vaticinada por los dirigentes sindicales, no se trata de un reclamo exagerado desde el punto de vista de los docentes mismos que, como es natural, no tienen interés en perder terreno nuevamente luego de haber disfrutado de mejoras genuinas en los años últimos, pero sí lo es desde aquel de gobiernos provinciales que ya están en rojo y que por lo tanto dependen de la eventual “generosidad” del gobierno nacional. Así las cosas, parece inevitable que el año lectivo que está por iniciarse se vea interrumpido por paros y que resulten vanos los esfuerzos de las autoridades por reducir la cantidad de días de clase perdidos por los alumnos, lo que, huelga decirlo, haría todavía mayor el déficit educativo que pesa sobre el futuro del país. Según la Iglesia Católica, hay 900.000 jóvenes que no estudian ni trabajan. Aunque el ministro de Educación, Alberto Sileoni, reconoce que el problema así supuesto es muy grave, insiste en que “sólo” 550.000 se encuentran en esta situación nada promisoria. Sea como fuere, todos coinciden en que una proporción significante de nuestra juventud ya se habrá visto condenada a la pobreza de por vida porque las perspectivas ante quienes carecen de los rudimentos de una educación y no tienen ninguna experiencia laboral difícilmente podrían ser más sombrías. Asimismo, muchos que sí estudian lo hacen de modo tan defectuoso que nunca aprenderán lo suficiente como para conseguir una “salida laboral” que sea acorde con sus expectativas. En efecto, con regularidad deprimente, muchos que a duras penas logran completar el ciclo secundario con sus ilusiones intactas chocan contra la realidad cuando procuran encontrar un lugar en una universidad pública, ya que los bochazos masivos se han hecho rutinarios. El deterioro constante de nuestro sistema educativo comenzó hace tanto tiempo que a esta altura sería inútil atribuirlo a los errores cometidos por algún gobierno, partido o corriente ideológica determinada: todos, por omisión o por comisión, han hecho sus aportes al desastre. Si hay una causa fundamental, habría que buscarla en la actitud hacia la educación de la sociedad en su conjunto. En el pasado cada vez más remoto, la Argentina merecía la admiración envidiosa no sólo de los demás países de América Latina sino también de algunos en Europa por la calidad de su sistema escolar, pero ya sólo se trata de un recuerdo histórico. Parecería que, mientras que en otras latitudes la mayoría se dio cuenta de que el futuro de todos dependería en buena medida de su capacidad para aprovechar el capital humano, en nuestro país la clase dirigente, obsesionada como está por conflictos políticos y enfrentamientos ideológicos interminables, se permitió olvidar esta verdad evidente. Aunque una minoría reducida entiende muy bien la importancia de la educación y está más que dispuesta a hacer sacrificios para que sus propios hijos se pongan a la altura de los mejores del mundo entero, la mayoría ya no manifiesta mucho interés en el asunto, ya se ha resignado a ver estrecharse los horizontes de las generaciones venideras. Por cierto, en este ámbito es llamativa la diferencia entre los pobres de nuestro país y los de Asia oriental, que en términos materiales tienen todavía menos pero que así y todo están resueltos a hacer cuanto resulte necesario para brindar a sus hijos una oportunidad, la única que tendrán, para salir de la miseria ancestral. Aquí ni los 900.000 –ó 550.000– que no trabajan ni estudian, ni sus padres, están manifestándose en la calle en reclamo de escuelas más rigurosas o procurando asegurar por sus propios medios que los jóvenes no pierdan terreno frente a sus contemporáneos, aunque lo que esté en juego sea su propio futuro. Y a juzgar por los resultados conseguidos, incluso en los colegios que según las pautas locales funcionan normalmente, tanto los alumnos como los docentes, todos convencidos de que nada cambiará, se han resignado al fracaso.
Como es tradicional al acercarse a su fin las vacaciones de verano, los sindicatos docentes están advirtiendo que no habrá clases a menos que sus afiliados reciban un aumento salarial sustancial, en esta ocasión del 27% o más. Puesto que todo hace prever que en los meses próximos el costo de vida aumentará a una tasa anual todavía mayor que la vaticinada por los dirigentes sindicales, no se trata de un reclamo exagerado desde el punto de vista de los docentes mismos que, como es natural, no tienen interés en perder terreno nuevamente luego de haber disfrutado de mejoras genuinas en los años últimos, pero sí lo es desde aquel de gobiernos provinciales que ya están en rojo y que por lo tanto dependen de la eventual “generosidad” del gobierno nacional. Así las cosas, parece inevitable que el año lectivo que está por iniciarse se vea interrumpido por paros y que resulten vanos los esfuerzos de las autoridades por reducir la cantidad de días de clase perdidos por los alumnos, lo que, huelga decirlo, haría todavía mayor el déficit educativo que pesa sobre el futuro del país. Según la Iglesia Católica, hay 900.000 jóvenes que no estudian ni trabajan. Aunque el ministro de Educación, Alberto Sileoni, reconoce que el problema así supuesto es muy grave, insiste en que “sólo” 550.000 se encuentran en esta situación nada promisoria. Sea como fuere, todos coinciden en que una proporción significante de nuestra juventud ya se habrá visto condenada a la pobreza de por vida porque las perspectivas ante quienes carecen de los rudimentos de una educación y no tienen ninguna experiencia laboral difícilmente podrían ser más sombrías. Asimismo, muchos que sí estudian lo hacen de modo tan defectuoso que nunca aprenderán lo suficiente como para conseguir una “salida laboral” que sea acorde con sus expectativas. En efecto, con regularidad deprimente, muchos que a duras penas logran completar el ciclo secundario con sus ilusiones intactas chocan contra la realidad cuando procuran encontrar un lugar en una universidad pública, ya que los bochazos masivos se han hecho rutinarios. El deterioro constante de nuestro sistema educativo comenzó hace tanto tiempo que a esta altura sería inútil atribuirlo a los errores cometidos por algún gobierno, partido o corriente ideológica determinada: todos, por omisión o por comisión, han hecho sus aportes al desastre. Si hay una causa fundamental, habría que buscarla en la actitud hacia la educación de la sociedad en su conjunto. En el pasado cada vez más remoto, la Argentina merecía la admiración envidiosa no sólo de los demás países de América Latina sino también de algunos en Europa por la calidad de su sistema escolar, pero ya sólo se trata de un recuerdo histórico. Parecería que, mientras que en otras latitudes la mayoría se dio cuenta de que el futuro de todos dependería en buena medida de su capacidad para aprovechar el capital humano, en nuestro país la clase dirigente, obsesionada como está por conflictos políticos y enfrentamientos ideológicos interminables, se permitió olvidar esta verdad evidente. Aunque una minoría reducida entiende muy bien la importancia de la educación y está más que dispuesta a hacer sacrificios para que sus propios hijos se pongan a la altura de los mejores del mundo entero, la mayoría ya no manifiesta mucho interés en el asunto, ya se ha resignado a ver estrecharse los horizontes de las generaciones venideras. Por cierto, en este ámbito es llamativa la diferencia entre los pobres de nuestro país y los de Asia oriental, que en términos materiales tienen todavía menos pero que así y todo están resueltos a hacer cuanto resulte necesario para brindar a sus hijos una oportunidad, la única que tendrán, para salir de la miseria ancestral. Aquí ni los 900.000 –ó 550.000– que no trabajan ni estudian, ni sus padres, están manifestándose en la calle en reclamo de escuelas más rigurosas o procurando asegurar por sus propios medios que los jóvenes no pierdan terreno frente a sus contemporáneos, aunque lo que esté en juego sea su propio futuro. Y a juzgar por los resultados conseguidos, incluso en los colegios que según las pautas locales funcionan normalmente, tanto los alumnos como los docentes, todos convencidos de que nada cambiará, se han resignado al fracaso.
Registrate gratis
Disfrutá de nuestros contenidos y entretenimiento
Suscribite por $2600 ¿Ya estás suscripto? Ingresá ahora
Comentarios