El derecho a una caricia

Por José María Maitini *

Lo invito a responder una modesta pregunta lector. Y espero sinceridad: ¿dio un abrazo, una pequeña caricia, al menos por un segundo, este fin de año? ¿Tuvo algún contacto físico -al menos un momento, previo a un buen lavado de manos- con algún ser querido? La respuesta creo que es clara: seguramente sí. Y también: nadie quiere ni desea ni un solo contagio más.

Pero si se sincera con usted mismo, alguna caricia, por un mínimo momento, tuvo o dio. Una palmadita rápida, ligera. Un mínimo contacto con algún ser querido tendrá. Y me atrevo a decir: todos lo hicimos en mayor o menor medida, aunque no deseamos ningún contagio. Hemos carecido de caricia mucho tiempo. Ningún ser humano vive sin una.


Y también, quizá, en esa caricia, meditó, por un momento, este 2020: en lo padecido o en lo que padecieron otros; en el ser querido que ya no está. Quizá pensó y agradeció lo que tiene, sea mucho o poco. Y entre todo esos pensamientos, reitero, recibió su caricia. Me atrevo a decir que -con todos los cuidados obligatorios necesarios- está bien que así sea: el contacto humano hace a nuestra esencia argentina. Es nuestra parte constitutiva social.

Los internos de las cárceles de la zona del Alto Valle no tuvieron una sola caricia familiar ni en Navidad ni en Año Nuevo. Ninguna. Ni un toquecito de hombros. Nada.


Somos, como argentinos, garantes de una afectividad que se traduce no sólo en palabras sino también en caricias. Estoy convencido de que nuestro ser argentino tiene este matiz crucial: nuestro calor humano. Como indicó Borges en “El idioma de los argentinos” (1926): “Nuestro idioma argentino diverge del español en sus emociones: ese ambiente distinto de nuestra voz, esa valoración irónica o cariñosa que damos a las palabras, su temperatura no igual (…) eso nos hace grandes en emociones”. Y al idioma – me permito agregar- se agregan nuestras caricias físicas. Cuando acariciamos (incluso sin hablar) transmitimos nuestros sentimientos, nuestro calor, afecto y, sobre todo… nuestra humanidad. Porque quien recibe una caricia recibe, en un instante casi eterno, una calma inexplicable. Una bendición sacra. En términos de boxeo, recibe un cross no dirigido a la mandíbula sino al corazón. Creo que gozamos lector -como sociedad y sin saberlo- de un derecho a la caricia, ese derecho no escrito, que no se consagra en ninguna Constitución sino en costumbres: no tengo la menor duda al respecto. Sin embargo lector -a pesar de esta tácita respuesta suya al respecto que imagino: que sí recibirá alguna caricia- conozco un grupo social que no tuvo durante todo el año (ni tendrá en estas fiestas) su caricia: ellos son las personas privadas de su libertad.


Lector, le soy sincero: los internos de la zona del Alto Valle no tuvieron una sola caricia familiar ni en Navidad ni en Año Nuevo. Ninguna. Ni un toquecito de hombros. Nada.


La visita con protocolo comenzó a mediados de diciembre, pero separados por rejas, tres metros y solamente visitas de una hora. Si bien es entendible todos los recaudos tomados y sabiendo que hay que extremar la higiene por el Covid, lo peor de estas visitas, sin embargo, no es la férrea y única hora. Hay algo peor que eso: es sufrir la flagrante contradicción. Es experimentar la ausencia de esa caricia cuando vieron, todo este año, cómo los agentes penitenciarios, constantemente, no respetaron nunca los protocolos de higiene.


Los agentes penitenciarios han hecho lo que quisieron dentro de los penales, lector. Le daré pocos pero genuinos ejemplos: 1) en las requisas (controles) a las celdas, entran 30 agentes penitenciarios a dar vuelta todo, sin barbijos, sin guantes de látex, descoordinados, todos juntos, pisando toda la ropa. Todos pegaditos, más pegado que un boliche, entraban al pabellón, dejaban todo manoseado y se iban. Esto… internamente. Para “el afuera”, ahora exigen protocolo para las visitas. Y está bien que así sea. No reniego. Pero siempre y cuando, internamente, no hagan cualquier cosa. Por dar otro ejemplo: 2) internamente, los agentes han tomado mates en misma bombilla todos juntos, compartían cucharas, tocaban sin discriminación ni límite, palpaban los cuerpos de los internos, los manoseaban, previo haber tocado todo. Existió (y existe) una realidad bifronte: cuando ellos controlan, no hay riesgo de contagio. Para las visitas, sí: los familiares posibles contagios y se prohíbe contacto físico.


– “¡ Mentiroso Maitini!. Nos cuidamos todos. ¿no entiende? Por eso no hubo contagios masivos. Por eso lo nuestro es un éxito! ¡Ahí están los resultados!” los agentes penitenciarios responderán. Ahora, si esto es así lector, queda la pregunta inevitable: ¿si tienen “la clave” para no contagiarse ni contagiar… ¿por qué, entonces, ellos sí pero los familiares no? ¿Porque tiene más derecho un agente penitenciario a pegarle a un interno que éste a recibir una caricia de un familiar?


Para el primero, todo aval; para el segundo, distancia absoluta, una hora en todo este año y cero caricia. Debería existir un derecho a la caricia lector. Debería incluirse en la Ley de Ejecución Penal -con “el protocolo clave” de nuestros agentes- un derecho a recibir afecto. A no dejar morir.


Porque no recibir caricia es dejar morir. Quizá habría que incluir un epígrafe en el apartado de la ley, para no carecer de caricias. Sugiero uno, Vicente Gaos, poeta español posguerra: “Ay, expresión del tacto, única voz precisa, deja que, así, te exprese mi ternura.

* Abogado y profesor en Letras


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