El dólar al ataque

Gracias en buena medida al entusiasmo manifestado por el ex presidente Carlos Menem, la «dolarización», o sea, el abandono de las monedas nacionales en favor de la divisa estadounidense por parte de países relativamente pequeños -los cuales en lo concerniente a la magnitud de la economía incluyen al Brasil-, se ha convertido en una opción auténtica, lo cual está motivando un debate acalorado entre los economistas partidarios de la receta y los reacios a tomarla en serio. Aunque muchos sospechan que, la globalización mediante, los países de América Latina sí terminarán dolarizándose, los más dan por descontado que el proceso será largo y que bien podría ser fruto de una suerte de referéndum informal similar al celebrado aquí cuando la mayoría decidió reemplazar el austral por el dólar ya para sus propias transacciones, ya para poder calcular el valor de los distintos productos.

Los economistas que critican el planteo de los dolarizadores suelen señalar que de por sí el uso de la moneda de otro país, aun cuando éste sea el dueño de la economía más grande y el más avanzado del planeta, no resolvería nada porque lo que hay que hacer es equilibrar las cuentas. En principio, tienen razón -si un gobierno insiste en gastar más de lo que recaude, ninguna maniobra dolarizadora le ahorraría las consecuencias de su irresponsabilidad-, pero mientras que a un político inconsciente le es bastante fácil perpetrar errores garrafales cuando dispone de una moneda a su entender infinitamente elástica, cuando sabe que no le será posible manipularla será menos probable que caiga en la tentación de hacer «locuras». Por cierto, ésta ha sido la experiencia de la Argentina: a partir de la puesta en marcha del «plan de convertibilidad», es decir, de una variante menos explícita de la dolarización, tanto los gobernantes como otros miembros de la clase política han aprendido a manejarse con una sobriedad que antes hubiera resultado asombrosa, pero que en la actualidad nos parece natural. ¿Lo mismo hubiera sucedido sin la convertibilidad? Pocos lo creerían.

Tal vez se haya tratado de un beneficio meramente psicológico de la especie que por lo común no entra en los cálculos de los economistas, pero esto no querría decir que careciera de importancia. Por el contrario, por ser los políticos los responsables de guiar la economía en medio de las tormentas que con frecuencia la golpean, ha sido fundamental. Es posible que a esta altura nuestros dirigentes ya no sientan ninguna necesidad de llevar un «chaleco de fuerza», pero por lo pronto la ciudadanía no ha mostrado interés en liberarlos. En cuanto a los límites a su accionar que supone la semidolarización, la mayoría preferiría mantenerlos por miedo a lo que serían capaces de hacer si les fuera dado modificar a su antojo la cotización del peso.

Otro factor que los contrarios a la dolarización generalizada no toman debidamente en cuenta es el planteado por la especulación financiera en gran escala. En teoría, las víctimas de los «ataques» son países que claramente merecen ser castigados por los mercados, pero la verdad es que a veces los blancos de las ofensivas no han cometido ningún pecado fiscal. Es que las economías pequeñas -y la argentina es minúscula- son sumamente vulnerables frente a los cambios de humor de los grandes operadores. Asimismo, por ser tan enorme la cantidad de dinero que está trasladándose con rapidez extraordinaria de un país a otro y tan grandes los premios que podrían conseguirse, que no es descartable en absoluto que los especuladores apuesten contra un país determinado no porque sus cuentas estén desequilibradas, sino precisamente porque todo está en orden y por lo tanto su moneda sería «sobrevaluada». Al reducirse la cantidad de monedas en uso, se limitarán también las oportunidades para los resueltos a aprovechar la volatilidad cambiaria para adquirir fortunas fabulosas, lo cual no podría sino ocasionar alivio entre los dispuestos a respetar las reglas fijadas por el mercado cuando éstas guardan cierta relación con los méritos de los individuos, empresas o países, pero que no quieren que la economía se asemeje a una timba.


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