“El fin del principio”, reperfilando la Nación

Fernando Casullo y Santiago Rodriguez Rey

Podríamos afirmar que este 1 de febrero de 2020 marca un verdadero bicentenario de la patria. No porque el celebrado en 2010 haya sido de mentirita, o porque el deslucido de 2016 no haya tenido su peso o angustias, querido rey.

En realidad, sumamos a aquellos otro diferente. No contará con pompas y fanfarria como aquellos, pero es por demás relevante: nos referimos a los doscientos años de la Batalla de Cepeda.

Muchos de los eventos que se dispararon en torno a 1810 y 1816 encontraron aquel primer día de febrero un stop en seco. La formación de un estado unificado con las piezas que había dejado la disolución virreinal encontraría de repente otros protagonistas, otras estructuras y otras proyecciones. Todo esto tras una batalla con duración ya mítica de 10 minutos y unos caballos atados a la pirámide de mayo unos días después.

El trabajo llevado adelante en la década revolucionaria encontró en 1820 una especie de reinicio. Si fuésemos por la positiva lo llamaríamos un relanzamiento; si fuésemos por la negativa, un reperfilamiento.

Un reperfilamiento que se tomaría casi un año en encontrar cierto tipo de equilibrio, el que recién llegaría tras una sucesión de gobernadores que a duras penas duraban más de uno puñado de días y tendrían hacia el final a un Dorrego abandonado por una campaña liderada por Juan Manuel de Rosas y Martín Rodríguez. Pero para esa mínima homeostasia y la firma del tratado de Benegas tendrían que pasar los largos meses que le dieron el nombre de “Anarquía” al año 20.

Más allá de los detalles bélicos, lo cierto es que la derrota resultó abrumadora y pateó el tablero del status quo porteño.

Lo cierto es que nada en los primeros días de aquel año parecía muy positivo para las Provincias Unidas y su director supremo Rondeau. Se venía de unos meses por demás complejos en el 1819 cuando el Congreso de Tucumán había finalizado, ya mudado en Buenos Aires, dictando una Constitución que fue por demás resistida por su eminente diseño centralista. De hecho, entre la aparición de dicha norma, el 25 de mayo de 1819, y la batalla de Cepeda, se separaron del gobierno del Directorio los territorios de Tucumán y Cuyo. A su vez Santa Fe estableció, con su Estatuto Provincial del 26 de agosto, un desafío directo al centralismo cocinado en la antigua capital virreinal.

Así las cosas, la tensión creciente era evidente y el siempre díscolo Artigas y los caudillos de Santa Fe y Entre Ríos, Estanislao López y Francisco Ramírez, decidieron atacar al gobierno central apenas iniciado ese demencial 1820.

El Directorio a su vez también dio cauce a la guerra civil para ganar de mano. Sin embargo, el Directorio se vería sorprendido por el nivel de pérdida de control de la situación que enfrentaba.

El 8 de enero se agravó el Game of Thrones rioplatense con el denominado motín de Arequito, en donde el ejército del Norte decretó que el invierno se avecinaba más pronto que tarde para el poder central y decidió no responder al llamado del director supremo Rondeau, mostrando un evidente proceso de fragmentación.

De todos modos, Buenos Aires decidió igual enfrascarse en la confrontación e invadió la provincia de Santa Fe, anticipándose a la llegada de los federales a Buenos Aires.

Las fuerzas del Directorio se acomodaron al borde sur del bañado Cañada de Cepeda y esperaron. Del otro lado, se agolparon la conjunción de fuerzas del gobernador de Santa Fe, Estanislao López, y de Francisco Ramírez, el de Entre Ríos, que comandó las acciones del bando federal. Estos, en un evidente acierto estratégico, atacaron a la formación del Ejército porteño rodeándolo y venciéndolo con llamativa facilidad.

Más allá de los detalles bélicos, lo cierto es que la derrota resultó abrumadora y pateó el tablero del status quo porteño. Las fuerzas del litoral avanzaron sobre Buenos Aires y diez días más tarde el Directorio y el poder central que había dado forma con sus idas y vueltas a la primera década revolucionaria era historia.

A Buenos Aires le encontraron un gobernador en Sarratea, quien firmaría una humillante paz en el tratado del Pilar con los caudillos vencedores el 23 de febrero.

Un nuevo esquema para los territorios comenzaría a partir de entonces a consolidarse: el de la provincialización.

Dicho orden se dio con nuevas unidades respecto a una década atrás, con un retroceso de la liga de los pueblos libres por el enfrentamiento Ramírez-Artigas y una Buenos Aires que tras la anarquía le encontraría el gusto a la autonomía de la mano de la aduana y la libre navegación de los ríos, el gran foco de conflicto de los años venideros.


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