El Fondo quiere hacerse el bueno

Hasta hace algunos años pareció que el Fondo Monetario Internacional se había resignado a desempeñar el papel del malo más malo en los dramas políticos y económicos de países reacios a manejar sus economías con un mínimo de prudencia, pero un buen día los directores del organismo, presionados por políticos norteamericanos y europeos, decidieron mejorar su imagen. No les gustaba que los gobiernos que le pedían plata a tasas de interés más bajas que las del mercado atribuyeran todas las dificultades que enfrentaría la gente a la crueldad de técnicos extranjeros desalmados.

Desde entonces, juran que el Fondo se ha reformado, que ya no es la entidad vengativa de otros tiempos que disfrutaba castigando con severidad a quienes violaban las reglas fijadas por los países más poderosos, sino una institución benévola, amiga de los pobres, cuyos representantes nunca soñarían con hacer sufrir a nadie.

¿Servirá el cambio así supuesto a hacer más fáciles los ajustes? Es poco probable. Antes bien, al privar a gobiernos de un chivo expiatorio que les había sido muy útil, los obligará a asumir la plena responsabilidad tanto por los rigores de los ajustes que tendrán que ejecutar como por los eventuales resultados de sus esfuerzos.

Es evidente que a la jefa del FMI, Christine Lagarde, le encanta la idea de que el organismo que encabeza se haya transformado en una especie de ONG humanitaria. Dice que se limitará a apoyar al “programa económico de la Argentina integralmente concebido por el presidente Mauricio Macri y su gobierno” con el propósito de asegurar “que haya una red de seguridad social y protección de las poblaciones que están más expuestas, más vulnerables, para que ellas no carguen el peso del sacrificio”.

Felizmente para Lagarde, Macri quiere que los inversores en potencia sigan subestimando la gravedad de los problemas enfrentados por el país, razón por la cual es reacio a asumir el papel, que es tradicional en circunstancias como las que le ha tocado vivir, de víctima de la saña de los encargados de velar por la salud del sistema financiero mundial. Coincide en que el Fondo no es el monstruo voraz de la imaginación popular.

Mala reputación

Como es natural, las afirmaciones en tal sentido de Lagarde, Macri y una serie de voceros oficiales no han convencido a los muchos que quieren continuar aprovechando la reputación feísima que tiene el Fondo en estas latitudes para acusar al gobierno de entregar la Argentina a sujetos resueltos a arruinarla.

Insisten en que sigue siendo maligno porque, en palabras del peronista Miguel Ángel Pichetto, “siempre pide ajuste”, lo cual es cierto puesto que, en opinión de todos salvo los más populistas, la situación desastrosa en que se encuentra la Argentina se debe a que sucesivos gobiernos se han negado a reducir el gasto público, o sea, a ajustar.

En vista de que la estrategia de Macri se basa en la esperanza de que el resto del mundo le facilite los recursos necesarios para permitirle estirar su “programa” de reformas diez años o más, en vez de hacer todo de golpe, lo que a buen seguro tendría consecuencias cataclísmicas, buscar el apoyo del FMI no carece de lógica. Por su parte, los jerarcas del FMI entienden muy bien que si la Argentina estallara nuevamente, el impacto en la economía mundial sería tremendo, de ahí su voluntad de tomar en cuenta las realidades políticas. Saben que sería peor que inútil proponer un plan que, por técnicamente brillante que fuera, podría provocar una reacción tan fuerte que la Argentina correría el riesgo de convertirse en otra Venezuela.

Como suele suceder en situaciones como éstas, Macri, el nuevo capo económico Nicolás Dujovne y los demás integrantes del equipo gobernante tratarán de presionar al FMI para que convalide un programa que sea más blando de lo que preferirían los técnicos.

En cierto modo, juega a su favor la precariedad política y económica de la Argentina y el deseo de Lagarde de hacer pensar que es una persona caritativa, casi maternal, pero todos -el gobierno, el FMI y el país-, perderían si sólo lograran prolongar el statu quo por un par de años más.

Al fin y al cabo, los problemas socioeconómicos y políticos que enfrenta el país no son meramente subjetivos. Son bien reales. Puede que exageren los que dicen que el gobierno ha perdido más de dos años con el “gradualismo” y que su situación actual, y la del país, sería mejor si hubiera tomado a pecho el consejo de Nicolás Maquiavelo de que “el mal se hace todo junto y el bien se administra de a poco”, pero si bien no le será nada fácil al gobierno reducir el gasto público y por lo tanto frenar de una vez la inflación, a menos que lo haga, todo podría venirse abajo.

Al fin y al cabo, los problemas socioeconómicos y políticos

que enfrenta el país no son meramente subjetivos. Son bien reales.

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Al fin y al cabo, los problemas socioeconómicos y políticos
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