El gran consenso nacional

Tiene razón el jefe de Gobierno porteño electo Horacio Rodríguez Larreta cuando dice que “quedarse con ideas que tenía hace años” es “necio”, ya que uno “aprende sobre la marcha, uno va evolucionando”. Como afirmó en una oportunidad el economista favorito de muchos oficialistas, John Maynard Keynes, “cuando los hechos cambian, cambio de opinión”. Sin embargo, es evidente que en el caso de los macristas la decisión de alejarse de la zona centroderechista del mapa ideológico que habían ocupado hasta triunfar en el balotaje porteño se ha debido más que nada al deseo de acercarse a aquellos sectores del electorado que temen que, si llegaran al poder, no vacilarían en aplicar medidas sumamente ingratas. Se trata del único “hecho” importante que ha cambiado, uno que desde su punto de vista fue suficiente como para obligarlos a asegurarnos de que comparten con virtualmente todos los demás políticos el consenso progresista dominante. Aunque muchos se han acostumbrado a lamentar las “grietas” supuestamente insuperables que, según ellos, se han profundizado en los años últimos, dividiendo familias y poniendo fin a amistades, las diferencias de que se quejan los preocupados por “la crispación” resultante se basan en lealtades personales, no en el compromiso declarado con idearios irreconciliables. Por un lado del abismo, están los incondicionales kirchneristas, por el otro aquellos que se oponen a lo que toman por un ensayo populista insensato. Tal detalle aparte, políticos de orígenes partidarios diversos hablan el mismo lenguaje y dicen las mismas cosas: son contrarios a “los ajustes neoliberales”, no quieren que el Estado adopte un papel secundario, están a favor de más seguridad ciudadana y así por el estilo. Si hay discrepancias con “el relato” de la presidenta Cristina Fernández de Kirchner, es porque creen que no corresponde a la realidad, ya que, con la excepción de su deseo de hacer de Venezuela y la República Islámica de Irán los aliados principales del país, los objetivos de los líderes opositores son similares a los reivindicados por la mandataria. Puede entenderse, pues, la frustración que sienten aquellos que quisieran que los presidenciables y sus acompañantes debatieran en serio las alternativas socioeconómicas frente al país. ¿Qué se han propuesto hacer con la inflación, la caída hacia un nivel peligrosamente bajo de las reservas del Banco Central, el atraso cambiario, un déficit fiscal enorme, el aislamiento financiero, el problema planteado por el default parcial, la evolución nada favorable de la economía internacional? Prometer mantener la Asignación Universal por Hijo, como para sorpresa de algunos hizo Macri, es sin duda muy simpático, tanto como afirmarse resuelto a reducir la presión impositiva y apoyar a los productores rurales, pero se trata de propuestas que podrían resultar contradictorias. Asimismo, aunque todos juran sentirse indignados por la corrupción, las consecuencias de un intento de combatirla en serio podrían ser explosivas en un país en el que dicho mal es endémico. Por ser la Argentina una democracia, para alcanzar la presidencia un político no tiene más alternativa que la de adaptar su mensaje a las preferencias mayoritarias con el propósito de conseguir más votos. Aquellos que se niegan a hacerlo podrían enorgullecerse de su fidelidad a un conjunto de principios, pero su candidatura sería a lo sumo testimonial, como las de aquellos izquierdistas que se sienten más que conformes si logran acercarse al 2% de los votos disponibles. Con todo, es preocupante que propendan a reducirse cada vez más las diferencias entre los aspirantes a suceder a Cristina en la Casa Rosada, privando así al país de la posibilidad de que se celebren debates auténticos. También lo es que las vaguedades bienintencionadas que tantos pronuncian parezcan destinadas a convencer al electorado de que en el futuro inmediato el país no tendrá que enfrentar muchas dificultades. Aun cuando, para alivio de casi todos, los problemas estructurales resulten ser menos graves de lo que aseveran algunos pesimistas que, por no formar parte del equipo de ningún candidato, se permiten aludir a asuntos ingratos, al gobierno próximo no le será fácil en absoluto satisfacer las expectativas legítimas que, mientras estaban en campaña, sus propios integrantes se habrán encargado de estimular.


Tiene razón el jefe de Gobierno porteño electo Horacio Rodríguez Larreta cuando dice que “quedarse con ideas que tenía hace años” es “necio”, ya que uno “aprende sobre la marcha, uno va evolucionando”. Como afirmó en una oportunidad el economista favorito de muchos oficialistas, John Maynard Keynes, “cuando los hechos cambian, cambio de opinión”. Sin embargo, es evidente que en el caso de los macristas la decisión de alejarse de la zona centroderechista del mapa ideológico que habían ocupado hasta triunfar en el balotaje porteño se ha debido más que nada al deseo de acercarse a aquellos sectores del electorado que temen que, si llegaran al poder, no vacilarían en aplicar medidas sumamente ingratas. Se trata del único “hecho” importante que ha cambiado, uno que desde su punto de vista fue suficiente como para obligarlos a asegurarnos de que comparten con virtualmente todos los demás políticos el consenso progresista dominante. Aunque muchos se han acostumbrado a lamentar las “grietas” supuestamente insuperables que, según ellos, se han profundizado en los años últimos, dividiendo familias y poniendo fin a amistades, las diferencias de que se quejan los preocupados por “la crispación” resultante se basan en lealtades personales, no en el compromiso declarado con idearios irreconciliables. Por un lado del abismo, están los incondicionales kirchneristas, por el otro aquellos que se oponen a lo que toman por un ensayo populista insensato. Tal detalle aparte, políticos de orígenes partidarios diversos hablan el mismo lenguaje y dicen las mismas cosas: son contrarios a “los ajustes neoliberales”, no quieren que el Estado adopte un papel secundario, están a favor de más seguridad ciudadana y así por el estilo. Si hay discrepancias con “el relato” de la presidenta Cristina Fernández de Kirchner, es porque creen que no corresponde a la realidad, ya que, con la excepción de su deseo de hacer de Venezuela y la República Islámica de Irán los aliados principales del país, los objetivos de los líderes opositores son similares a los reivindicados por la mandataria. Puede entenderse, pues, la frustración que sienten aquellos que quisieran que los presidenciables y sus acompañantes debatieran en serio las alternativas socioeconómicas frente al país. ¿Qué se han propuesto hacer con la inflación, la caída hacia un nivel peligrosamente bajo de las reservas del Banco Central, el atraso cambiario, un déficit fiscal enorme, el aislamiento financiero, el problema planteado por el default parcial, la evolución nada favorable de la economía internacional? Prometer mantener la Asignación Universal por Hijo, como para sorpresa de algunos hizo Macri, es sin duda muy simpático, tanto como afirmarse resuelto a reducir la presión impositiva y apoyar a los productores rurales, pero se trata de propuestas que podrían resultar contradictorias. Asimismo, aunque todos juran sentirse indignados por la corrupción, las consecuencias de un intento de combatirla en serio podrían ser explosivas en un país en el que dicho mal es endémico. Por ser la Argentina una democracia, para alcanzar la presidencia un político no tiene más alternativa que la de adaptar su mensaje a las preferencias mayoritarias con el propósito de conseguir más votos. Aquellos que se niegan a hacerlo podrían enorgullecerse de su fidelidad a un conjunto de principios, pero su candidatura sería a lo sumo testimonial, como las de aquellos izquierdistas que se sienten más que conformes si logran acercarse al 2% de los votos disponibles. Con todo, es preocupante que propendan a reducirse cada vez más las diferencias entre los aspirantes a suceder a Cristina en la Casa Rosada, privando así al país de la posibilidad de que se celebren debates auténticos. También lo es que las vaguedades bienintencionadas que tantos pronuncian parezcan destinadas a convencer al electorado de que en el futuro inmediato el país no tendrá que enfrentar muchas dificultades. Aun cuando, para alivio de casi todos, los problemas estructurales resulten ser menos graves de lo que aseveran algunos pesimistas que, por no formar parte del equipo de ningún candidato, se permiten aludir a asuntos ingratos, al gobierno próximo no le será fácil en absoluto satisfacer las expectativas legítimas que, mientras estaban en campaña, sus propios integrantes se habrán encargado de estimular.

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